
La batalla de Waterloo no acabó hace 200 años con el último prisionero francés cazado por las tropas prusianas ni con el último soldado muerto de gangrena. Aquello sólo fue el principio.
Para empezar, el nombre con el que referirse a la batalla – en realidad una campaña militar de cuatro días – fue motivo de disputa entre los aliados. Los prusianos, sin cuya intervención Wellington no habría resistido, quisieron llamarla “de la Bella Alianza” en referencia al nombre de la granja en la que Blücher y Wellington se abrazaron en plena desbandada gala. Pero los británicos prefirieron “Waterloo”, tanto por las resonancias inglesas de la palabra (de origen flamenco) como porque allí fechó el Duque de Wellington su despacho anunciando la derrota francesa.
“Waterloo” acabó por imponerse, contribuyendo a la impresión de que se trató de una victoria inglesa, mientras que, entre otras cosas, tan sólo una tercera parte de las tropas que aquel día combatieron a las órdenes de Wellington eran de origen británico.
Cuando a finales del siglo pasado los ingleses decidieron la estación de Londres a la que llegaría el tren que uniría Francia e Inglaterra a través del túnel bajo La Mancha, eligieron la de Waterloo, lo que bien pudo ser un guiño al hecho de que Napoleón Bonaparte proyectara un túnel similar para invadir Inglaterra.
Se dirá que París también tiene la estación de Austerlitz, llamada así en referencia a la localidad, hoy en territorio checo, en la que austríacos y rusos fueron derrotados por Napoleón en 1805, aunque también es cierto que, hace diez años, el entonces presidente, Jacques Chirac, renunció a conmemorar el bicentenario de aquel acontecimiento.
Nada de ver con el entusiasmo actual de los británicos en torno al bicentenario de la Batalla de Waterloo. A última hora de hoy domingo (21 de junio de 2015) está previsto que llegue a Londres, en concreto al “East India Club”, un grupo de ingleses amantes de la Historia ataviados con trajes de época que salió hace dos días de Bruselas portando un facsímil del despacho firmado por Wellington en Waterloo.

Este grupo, al que se ha sumado el descendiente del general Álava Gonzalo Serrats Urrecha, será recibido en “Downing Street” y por miembros de la familia real británica. La iniciativa tendrá sin duda una importante repercusión mediática en el Reino Unido, como la tuvo en su día la llegada a Londres de la histórica noticia.
Una persistente leyenda que ningún historiador serio ha podido confirmar o desmentir pretende que, hace 200 años, antes que el mensajero de Wellington llegara a la capital inglesa lo habría hecho una paloma mensajera puesta al servicio de la familia de financieros Rothschild. Fueran o no ellos los originarios del rumor, el caso es que la Bolsa de Londres entró en pánico al correr la voz de que Napoleón había ganado, circunstancia que aprovecharon los Rothschild para comprar en masa acciones a precio de saldo. Al día siguiente, cuando se conoció el contenido del despacho de Wellington llevado a Londres por el Mayor Percy, la Bolsa cambió radicalmente de signo haciendo a los Rothschild mucho más ricos de lo que ya eran.
Que los británicos se hayan apropiado del espíritu de Waterloo – localidad belga en la que por cierto vive en la actualidad una importante comunidad inglesa – tiene también una lógica histórica, ya que si algo representa la caída del sueño imperial de Napoleón es el traspaso de poderes en la hegemonía europea y mundial de la Francia de las Luces y la Revolución a la Inglaterra de la industrialización y el colonialismo del siglo XIX. El águila imperial, símbolo de Napoleón, daba pues paso en la Historia al león.
El famoso león erigido en 1826 sobre una montaña artificial en el campo de batalla de Waterloo no fue en realidad una idea inglesa, sino holandesa, aunque nadie pueda evitar hacer el paralelismo con el león como símbolo del nacionalismo inglés. El monumento fue costeado por el Reino de Holanda, al que pertenecía Bélgica por aquel entonces, para honrar la memoria del Príncipe Orange, herido en aquel preciso lugar.
Quince años después de la Batalla de Waterloo, una revolución de opereta llevada a cabo por francófonos de Bruselas, inflamados por el espíritu patriótico propio de Napoleón, provocaba el nacimiento de Bélgica como escisión de Holanda. El nuevo Estado belga nació con un pecado capital: la única lengua oficial, léase obligatoria, de la administración, la enseñanza y el ejército era el francés, como en tiempos de Napoleón, mientras que la gran mayoría de la población belga era, y es, de expresión flamenca, es decir germánica.
No es pues de extrañar que el nacionalismo flamenco, surgido en el siglo XIX, eligiera como emblema un león, inspirado ni más ni menos que en el león del famoso monumento de Waterloo, el símbolo que mejor podía representar según los flamencos la derrota y la humillación de los francófonos.
No hay día en que los caricaturistas de Bélgica no representen el ya sempiterno enfrentamiento entre flamencos y francófonos con la pelea entre el león de Flandes y el gallo (¿el águila imperial venida a menos?) francés, reeditando a su manera el Waterloo de hace dos siglos.