Por Ramón Jiménez Fraile
No sabía cuándo empezó con aquella costumbre; solo que de niña ya la practicaba, lo que le valió más de una reprimenda de su padre desde el otro lado de la puerta del cuarto de baño.
El “reto”, como ella lo llamaba, consistía en mantener la mirada ante el espejo, sin pestañear, hasta que una de las dos, es decir ella misma o su imagen reflejada, no aguantara más.
Sarah estaba convencida de que no siempre era ella la que retiraba la mirada, sino que a veces la primera en hacerlo era su imagen reflejada.
Cuando esto sucedía, ella salía a la calle dispuesta a comerse el mundo.
Aquella mañana de domingo, al tiempo que tañían las campanas de la vieja iglesia, su mirada volvió a quedarse enganchada ante el espejo.
La víspera había sido un día especial ya que se había celebrado en el pueblo un mercado de productos locales y ecológicos que enlazaba con la tradición, aunque ahora estuviera dirigido a la gente de la ciudad que venía a pasar el verano.
La vida de Sarah siempre había discurrido en la gran ciudad, o mejor dicho en la barriada de aluvión en la que se instalaron sus padres dejando atrás una aldea que al poco tiempo quedó completamente abandonada.
Su madre, Paloma, murió cuando ella tenía apenas dos años. Los únicos recuerdos que le dejó eran los que ella misma se había fabricado a la vista de fotografías descoloridas.
A Sarah siempre le resultó un misterio el hecho de que su padre, obrero de la construcción, se las arreglara para tirar adelante, sin familia en la que apoyarse. Las pocas veces que ella sacó el tema a colación, él le habló de vecinas siempre dispuestas a ocuparse de la chiquilla, y de la buena disposición de su jefe que le adaptaba los horarios para que pudiera estar presente a la salida de la escuela.
Sarah pronto comprendió que, a Gabriel, su padre, nadie le negaba un favor ya que él mismo era el primero en ofrecerse, sin pedir nada a cambio. Tímido, aunque de buen porte, nunca se planteó volverse a casar. Y eso que, cuando llegó a la adolescencia, su hija no dejaba de sugerirle que se buscara novia, aunque no tanto pensando en su padre sino con vistas a tener ella más libertad.
Acabó por acostumbrarse a un padre totalmente diferente a los de sus amigos; un padre que hacía las labores de la casa, que le regalaba flores y cuya única afición eran los aviones, ya fuera en pequeñas maquetas repartidas por la casa o en libros que ojeaba una y otra vez.
Gabriel había prometido a su hija que, para celebrar su mayoría de edad, harían su primer viaje en avión, sin importar el destino, solo por estar por encima de las nubes, tal vez para sentirse más cerca de su mujer.
El destino en su versión más cruel vino a desbaratarlo todo. Unos días antes de que Sarah cumpliera dieciocho años, Gabriel murió en un accidente laboral.
De manera inexplicable, el andamio al que estaba subido en lo más alto se desprendió de la fachada y se precipitó al suelo como si de un árbol talado se tratara. Según los testigos, el obrero abrió los brazos y mantuvo la cabeza erguida durante la caída.
De las exequias, la desconcertada Sarah apenas recordaría las muestras de afecto que le prodigó el jefe de su padre, el viejo aparejador que hizo las veces de desconsolado abuelo.
Cuando el albañil del cementerio empezó a sellar el nicho, contiguo al de su viuda, se oyó decir a uno de los compañeros del difunto: “Gabi lo hubiera hecho mejor”. Ninguno de los presentes pensó que se trataba de un comentario macabro. Conociendo su carácter generoso, pensaron que a él no le hubiera importado echar una mano, desde dentro, al atribulado albañil.
Sarah sabía que su padre había formado a una nueva generación de obreros de la construcción, de origen latinoamericano y africano, con la misma paciencia con la que él fue iniciado en el oficio junto a andaluces, gallegos, extremeños… A él, que venía de un pueblo de Castilla, le divertía que los “nuevos españoles”, como les llamaba, se interesaran por su acento, no transigiendo nunca con la pronunciación ni cuando corría el vino para celebrar el final de una obra o el anuncio de una nueva contrata.
“Hija mía – le tenía dicho –, no cuenta lo que dices sino cómo lo dices”; frase que solía rematar por otra no menos solemne, aunque sí más críptica: “Y Sarah siempre con ‘h’ al final, aunque no se pronuncie, porque tú harás algo grande.”
No habrían pasado ni dos días desde el entierro de su padre que Sarah se vio en el despacho del viejo empresario, el cual le informó de que hacía poco había actualizado la póliza de seguro de sus trabajadores, entre otras cosas para que, en caso de accidente, sus huérfanos tuvieran ayudas. Le dijo que lo había hablado previamente con los obreros y añadió algo que a Sarah le provocó un escalofrío: que su padre había insistido en que las ayudas en cuestión pudieran servir de complemento a becas universitarias.
Cuando se produjo el fatídico accidente, Sarah estaba a punto de renunciar a la selectividad, llevando, por primera vez en su vida, la contraria a su padre.
“No dejes los estudios – le había insistido. Así podrás elegir lo que hacer el día de mañana; mi única elección fue entre la paleta y la brocha gorda, y siempre de cara a una pared.”
Movida no tanto por el interés de desentrañar las claves de un anónimo pasado colectivo, sino el de sus propios antepasados, de los que no sabía casi nada, Sarah acabó matriculándose en Historia. En una de las clases oyó hablar de la trashumancia, ese trajín de rebaños al ritmo de las estaciones al que uno de sus profesores se refirió como “alianza biológica de supervivencia entre hombres y Naturaleza”.
Sarah supo de la organización de ganaderos llamada la Mesta, que hundía sus raíces en la Edad Media, y que había forzado a reyes y señores a entenderse, lo que permitió la puesta en común de infraestructuras y garantizó la seguridad de pastores y ganado. Por fin, la sempiterna rivalidad entre ganaderos y agricultores encontró fórmulas de arbitraje que dieron lugar a una convivencia pacífica y fructífera.
Todo ello permitió a la ganadería generar excedentes de lana, de altísima calidad, que iba a parar al resto de Europa, de donde regresaba a la Península en forma de apreciados tapices.
Aquel círculo virtuoso basado en la trashumancia se prolongaría hasta entrado el siglo XIX, en que empezó a imponerse un modelo productivo venido de fuera que se sustraía a los ciclos biológicos al depender, no ya de la Naturaleza, sino de máquinas movidas por carbón arrancado a las entrañas de la tierra.
La industrialización supondría vaciar el campo de individuos que pasaron a instalarse en los aledaños de las fábricas, quedando así rota la alianza entre el ser humano y el medio natural.
Intrigada por los posibles vestigios de la Mesta, Sarah se inscribió en unas prácticas de verano dedicadas a la promoción del patrimonio cultural, en la comarca de la serranía celtibérica de la que provenían sus padres.
En principio debía hacer de guía turística, aunque en realidad, a falta de visitantes, su atención se centró pronto en viejos documentos que se encontraban dentro de un arcón en la sacristía de la parroquia.
Con el permiso del alcalde, que le había ofrecido instalarse en una de tantas casas abandonadas, cuyos moradores habían dejado tras de sí muebles y utensilios casi intactos, Sarah fue llevando a su domicilio documentos del arcón para examinarlos. En los papeles encontró apellidos que correspondían con los suyos, lo que le provocó la inédita impresión de no sentirse un ser aislado, sino el eslabón de una cadena.
Se sorprendió a sí misma cuando pensó que la idea de libertad surgida del credo individualista consistía en romper dicha cadena, dejando a las personas a la merced, no ya de su libre albedrío, sino de las influencias propias del tiempo y las circunstancias del momento en que vivían.
Fue aquel luminoso sábado, inmersa en sus divagaciones mientras visitaba el mercadillo de productos locales y ecológicos del pueblo, cuando se fijó en un joven delgado, de poblada melena y andares que le recordaron a los de un ave zancuda. El joven parecía guiarse más que por la vista por el olfato, sometiendo a frutas y hortalizas al veredicto de su prominente nariz.
Tan absorto estaba él en sus exploraciones que, para que se fijara en ella, tuvo que acercársele hasta en tres ocasiones, e incluso estorbarle cuando él se disponía a pagar a uno de los tenderos. El timbre de su voz vino a confirmar la agradable sensación que a ella le había producido su semblante.
También demostró que tenía clase. Después de que ella le hubiera ofrecido de manera desenfadada sus servicios de guía local, pasaron delante de un artesano que vendía pulseras y collares personalizados, al que el joven dijo:
- “Por favor, hágale a esta chica un collar con su nombre; así sabré como se llama la persona con la que me gustaría pasar el resto de mi vida”.
Ruborizada, ella le advirtió que debería también pagar por una letra “h”, aunque no se pronunciara.
Seguían tañendo las campanas de la vieja iglesia cuando, inmóvil frente al espejo del cuarto de baño, la mirada de Sarah se sintió irremisiblemente atraída por el collar que llevaba puesto desde la víspera.
Fue entonces cuando, a la vista de su nombre del revés, empezó a entender, a velocidad de vértigo, cosas que hasta entonces habían permanecido para ella en la oscuridad; cuando el “harás algo grande” que le había vaticinado su padre se le empezó a revelar con toda claridad.
Con la mirada nublada por una emoción contenida, se vio compartiendo su vida con aquel joven que ambicionaba ser “chef” y que recibiría los máximos reconocimientos de la profesión.
El restaurante que regentaría no estaría en la gran ciudad, sino en una aldea de la comarca en la que se habían encontrado, sacando el máximo provecho de los productos locales.
Al reclamo de la estrella que luciría el establecimiento, pasarían por él personajes importantes, incluso reyes venidos de lejos.
No por ello la pareja perdería la cabeza, sabedores de que su auténtico tesoro, su verdadera razón de ser, sería el niño que tendrían en común, al que educarían en el amor al prójimo y el respeto hacia la Naturaleza.
Un niño que a medida que se hiciera mayor empezaría a dar muestras de rebeldía, al no aceptar que hubiera a su alrededor gente infeliz y cosas feas.
Le habría gustado seguir imaginando más cosas de aquel niño y de lo que, con aplomo, diría que haría de mayor, cuando unos insistentes golpecitos en la puerta le sacaron de su ensimismamiento.
- “¿Estás bien?”, preguntó el joven, al que Sarah había invitado a pasar la noche en su casa y que empezaba a inquietarse por el tiempo que llevaba ella encerrada en el cuarto de baño.
- “Sí, gracias, te doy mi palabra de que nunca he estado mejor”, respondieron al unísono las dos, echándose, instintivamente, las manos al vientre.