Por Ramón Jiménez Fraile.
La insistencia había servido de algo. Por fin, Mosangue se disponía a disfrutar de un día de playa, su primer día de playa. Hasta entonces, pese a que ya había cumplido trece años, su padre se las había ingeniado para que no se acercara al mar.
Una vez le dijo, poniéndose muy serio, que el mar separaba el mundo de los vivos del mundo de los muertos. Al oír esto, su madre se enfadó y, alzando la voz como nunca lo había hecho, le pidió al padre que no asustara al pequeño.
Cuando el colegio organizó una excursión a la costa, los padres de Mosangue volvieron a discutir. Esa noche, la madre se acercó a su cama y, tocándole la frente, le dijo que tenía fiebre y que al día siguiente no iría a la excursión, pese a que él se sentía bien. De hecho, no recordaba una sola vez que hubiera estado enfermo.
Pero esta vez, tras mucho insistir, se había salido con la suya. La única condición que había puesto el padre para pasar el día en la playa era que no se desprendieran de sus camisetas. “Los negros no necesitamos tomar el Sol; ya lo tomaron suficientemente nuestros antepasados como para que nosotros tengamos que seguir haciéndolo”, dijo medio en serio, medio en broma.
Con las sandalias en la mano, los tres – los padres llevando toallas y bolsas y Mosangue empuñando una colorida sombrilla – se adentraron en la playa en busca de un lugar despejado. Cuando por fin instalaron sus cosas, cerca del puesto de socorristas, el joven se acercó a la orilla. Al entrar en contacto con el mar tuvo la extraña impresión de que sus sensaciones – el agua borrando las huellas, las algas enroscándose en los tobillos, la arena fina abriéndose camino entre los dedos de los pies…- no le resultaban del todo novedosas.
Tras haber recorrido Mosangue y su padre la playa de punta a punta, y haber demostrado ambos su torpeza en el uso de las palas de madera, ya que la pelota de goma se empeñaba una y otra vez en arrojarse al mar o en buscar refugio en toallas ajenas, el padre se retiró a descansar.
Mosangue prefirió quedarse un rato más en la orilla. Con el agua cubriéndole por las rodillas, sintiendo como las juguetonas olas le salpicaban, reconoció a sus espaldas la voz enérgica de su padre gritándole desde la sombrilla:
– ¡No te alejes mucho, Nyangue! ¡Cuidado con las corrientes traicioneras!
“Nyangue” era el nombre por el que conocían al joven fuera de casa, y el que usaban sus padres para dirigirse a él cuando había gente alrededor. El día que cumplió los siete años le hicieron prometer que nunca desvelaría a nadie el nombre de “Mosangue”, que sus padres utilizaban únicamente en la intimidad del hogar.
Mosangue recordaba bien el día de su séptimo cumpleaños, ya que le mantuvieron un buen rato en cuclillas en un cuarto cerrado y oscuro, mientras su padre pronunciaba extrañas palabras. También tuvieron una comida especial y le hicieron fotos ataviado con una vistosa túnica, llevando en una mano un pequeño estuche y, en la otra, un mango de madera del que colgaba una especie de cola de caballo.
En realidad, apenas tenía más recuerdos de su infancia, y nunca sus padres le habían explicado qué hacían viviendo en las afueras de una ciudad del Sur de Europa, en la que no tenían ni amigos ni familia.
Cuando no le estaba llevando al colegio o esperándole a la salida, su madre hacía las compras y pasaba el resto del día en el pequeño piso. De su padre, sólo sabía que era obrero y que estaba especializado en madera. A la vuelta del trabajo, por muy tarde que fuera, su padre siempre dedicaba un rato a cincelar y pulir alguno de los trozos de madera que, cuidadosamente, tenía dispuestos sobre una pequeña mesa situada en un rincón del diminuto salón.
Envuelto en esas evocaciones, Mosangue había seguido penetrando lentamente en el mar, mojando entero su traje de baño y la casi totalidad de la camiseta. Abstraído por lo que le había dicho su padre a propósito de la curvatura del horizonte, tenía la mirada perdida cuando, súbitamente, se desató la tragedia: un niño regordete que, a pocos metros de Mosangue, estaba tendido boca abajo sobre una colchoneta, gritó con todas sus fuerzas: “¡¡¡ Tiburón !!!”
No pasaron ni un par de segundos antes de que los demás bañistas llegaran a la conclusión de que el niño de la colchoneta, que entre tanto casi se había caído de ella, no iba en broma. “¡¡¡ Tiburón !!! ¡¡¡ Tiburón !!! ¡¡¡ Tiburón !!!, empezó a oírse desde otras gargantas, primero de bañistas y pronto de gente que estaba en la orilla.
En efecto, lo que parecía la aleta de un animal enorme, a juzgar por los remolinos que provocaba su movimiento zigzagueante en el agua, se desplazaba a toda velocidad hacia la orilla, justo en dirección a Mosangue.
El joven le vio venir y, a diferencia de los demás bañistas que huían despavoridos, tuvo un reflejo instintivo que no sería capaz de explicar.
En vez de ceder al pánico, se dejó abandonar: levantó suavemente los pies del fondo del mar, abrió sus brazos y cerró los ojos antes de quedar completamente cubierto por el agua.
Los escasos segundos que pasó sumergido, con los brazos extendidos, fueron eternos para sus padres y los bañistas que corrieron a socorrerle. Antes de que llegaran, Mosangue hizo pie y sacó la cabeza a la superficie. Su rostro reflejaba una extraña serenidad, pese a que el enorme pez, o lo que fuera, había dado varias vueltas a su alrededor e incluso le había rozado con la fuerza suficiente como para dejarle la camiseta hecha girones, que flotaban a merced de las olas.
Mosangue no había salido del todo del agua cuando su padre, entre sollozos, se abalanzó sobre él y le arrastró hacia la playa. La escena quedó registrada en los teléfonos móviles de varios curiosos que se habían acercado y que continuaron utilizándolos incluso cuando los encargados del puesto de socorro tendieron a Mosangue sobre la arena para examinarle.
Enseguida comprobaron que el joven no presentaba más que rasguños superficiales y que no sufría ansiedad. Ello, unido a la insistencia del padre por sacar a Mosangue del foco de atención, explicó que los socorristas se desentendieran de él y centraran sus esfuerzos en alejar a todo el mundo del agua, aunque para entonces no quedaba rastro alguno del enorme pez, o lo que fuera.
Ante el revuelo que se había formado y la prohibición de entrar en el mar hasta nueva orden, fueron muchos los que decidieron dar por terminado el día de playa, incluidos los padres de Mosangue, quienes, apenas sin mediar palabra, recogieron sus cosas y se encaminaron a la parada del tren a la que habían llegado.
Aquel día y los que siguieron los recordaría Mosangue por el pesado silencio que se instaló en casa. Cuando regresaron del frustrado día de playa, el padre desenchufó el televisor y dijo que sólo se colocaría de nuevo la clavija cuando él lo dijera.
Pasó por lo menos una semana antes de que madre e hijo volvieran a amodorrarse como de costumbre, después de la cena, con las noticias de siempre de los telediarios, mientras el padre cincelaba y pulía sus piezas de madera en el rinconcito del salón.
La vida de Mosangue retomó su monótono ritmo hasta que, meses después del susto vivido en la playa y bien entrado el otoño, empezó a percatarse de que algo inusual pasaba cada tarde a la salida del colegio.
Al principio no le dio mayor importancia ya que lo achacó a la casualidad, pero, a medida que el hecho se repetía de manera invariable, empezó a intrigarle.
Lo que sucedía cada tarde, a la misma hora, era que un mismo viejo vestido con el mismo abrigo y llevando el mismo sombrero aparecía en la acera de enfrente, a espaldas de su madre, caminando siempre en la misma dirección. Al llegar a la altura de la misma farola, el viejo – de igual tez oscura que Mosangue – giraba la cabeza buscando la mirada del joven.
La escena se repitió durante dos semanas. Mosangue se preguntó qué haría un viejo negro solitario en un barrio en el que no vivían otros negros. Por su manera de comportarse, llegó a la conclusión de que no buscaba atraer la atención de su madre, sino la suya. Una noche soñó con el viejo y se despertó presa de curiosidad por saber quién era y qué quería de él.
Sin saber muy bien cómo explicarlo, tuvo la intuición de que debía comportarse con el extraño viejo de la misma manera que lo había hecho con el supuesto tiburón el día de playa: abandonándose, dejándose llevar.
Fue así como una tarde, a la salida del colegio, le dijo a su madre, con un deje de improvisación que llevaba tiempo ensayando para sus adentros, que al día siguiente no pasara a recogerle a la hora de siempre, sino media hora más tarde, ya que el profesor había pedido a un grupo de alumnos que se reunieran con él para organizar una obra de teatro. Lo de la obra de teatro se lo inventó en el último momento para que resultara más creíble la comedia que él mismo estaba representando.
El caso es que su madre se creyó la mentira – la primera mentira que le había dicho en toda su vida – y al día siguiente Mosangue se dispuso a abandonar el colegio a sabiendas de que nadie le esperaría a la salida. ¿Nadie?
Nada más salir del colegio, vio al viejo en la acera de enfrente haciendo el recorrido de siempre, al ritmo de siempre. Ahora bien, cuando llegó a la altura de la farola, el viejo no se limitó a dirigirle la mirada, sino que se giró en dirección a él y se detuvo.
Mosangue también permaneció un instante parado, sin saber si debía echar a correr o acercarse al viejo que no dejaba de mirarle. Dejándose guiar por su instinto, cruzó la acera y fue a su encuentro.
– Mbolo Nyangue, ¿o puedo llamarte Mosangue?
El joven quedó paralizado, no tanto de miedo sino de fascinación. Hasta entonces, ningún desconocido le había dirigido el saludo “mbolo” que se cruzaban sus padres cuando se reencontraban, y nadie que no fueran sus padres le había llamado Mosangue.
– ¿Somos familia? – le inquirió el joven.
– ¡Qué más quisiera yo! – le respondió el viejo con una amplia sonrisa destinada a generar confianza. Considérame un humilde emisario. Quienes me envían se han enterado que estás bien y quieren que regreses.
– ¿Está seguro de que soy yo a quien buscáis?
En guisa de respuesta, el viejo desabrochó con parsimonia el botón superior de su abrigo y sacó un sobre del que extrajo una foto que entregó al joven. Se trataba de una foto antigua, de colores desteñidos, en la que se podía ver a un aengalanado y una mujer a su lado.
– Mira con atención al hombre de la foto – le dijo el viejo.
Al fijarse bien, el joven sintió un escalofrío. El individuo de la foto presentaba, en su costado izquierdo, una marca en la piel en forma de estrella similar, por no decir idéntica, a la que tenía él en el mismo costado y que nadie, excepto sus padres, había visto hasta entonces… “Salvo el día en la playa”, se dijo para sus adentros.
– Te hemos buscado por todas partes. No sabíamos si estabas vivo. Eres descendiente del gran guerrero Mosangue, “mwa Jambo ja Ekwaka” (hijo de Jambo, nieto de Ekwaka), nuestro primer “Monivibongo” (líder de masas), el iniciador de una larga y fecunda dinastía. El de la foto es tu abuelo y la que está a su derecha, tu abuela. Con tu abuelo en el trono, nuestro pueblo una época de bonanza. Pero, poco tiempo después de que tu padre fuera proclamado rey, nos invadió una tribu enemiga apoyada por blancos. Desde entonces la tribu enemiga explota nuestras riquezas y vivimos como esclavos.
– ¿Mis padres reyes? No es posible – replicó Mosangue. Mi padre trabaja en la construcción y mi madre es ama de casa.
– Ellos no son tus padres. La que llamas tu madre ni siquiera puede tener hijos y en cuanto a quien crees ser tu padre, era un sirviente que hasta ahora te ha protegido, por lo que le estamos muy agradecidos. Pero nos tememos que los dos se han encariñado de ti, se han desentendido de su pueblo y puede que pongan trabas a la misión que tienes encomendada. No sabemos si tus verdaderos padres siguen vivos, ya que nuestros enemigos les hicieron prisioneros y se los llevaron. Tú eras apenas un bebé cuando nos atacaron. El sirviente de tu padre y su mujer te salvaron de caer en manos de nuestros enemigos haciéndoles creer que tú eras su hijo y no el hijo del Rey. Al poco tiempo se subieron contigo a un barco extranjero y nunca más supimos de ellos, hasta ahora. A quien tampoco pudieron atrapar nuestros enemigos fue a tu hermana, que desde entonces vive escondida y protegida por los nuestros en un humilde poblado. Este es un retrato reciente de la princesa – añadió el viejo mientras le tendía un trozo de papel.
– ¿Por qué debería creerle?, respondió Mosangue cada vez más turbado por unas revelaciones que, de ser ciertas, echaban por tierra todo su mundo.
– No tienes que creerme a mí, ni tienes que creer a nadie, ni hacer lo que otros te digan que hagas. Eres hijo de reyes, y algún día serás rey. Tan sólo tienes que escucharte a ti mismo. Permíteme que te ayude a hacerlo – le dijo el viejo al tiempo que sacaba del bolsillo del abrigo un estuche muy parecido al que recibió el joven el día de su séptimo cumpleaños, aunque, a diferencia de aquel, éste no estaba vacío.
– ¿Ves esta substancia?, le dijo el viejo extrayendo del estuche una bolsita que contenía una especie de polvo marrón. Está hecha a base de la raíz de un arbusto de frutos rojos que sólo crece sobre las tumbas de nuestros antepasados. Para escuchar a tus antepasados y escucharte a ti mismo, tienes que echar este polvo en agua y bebértela. Hazlo de noche, cuando estés tendido en la cama. Al despertar, abre el sobre que está en el fondo del estuche. Entonces, y solo entonces, sabrás lo que tienes que hacer.
Sin siquiera dar opción a Mosangue a que replicara, el viejo dio un paso atrás, marcó con la cabeza lo que parecía una reverencia, se giró y se fue.
Los días que siguieron a este inquietante encuentro, Mosangue fue el primer sorprendido por su comportamiento. En vez de ceder al nerviosismo y confiarse a sus padres, dio muestras de un inusitado aplomo. En sus gestos, en sus palabras, hacía creer a los demás que era el mismo de siempre; pero en su interior sentía poseer una fuerza desconocida.
El estuche que había recibido del viejo lo escondió entre los pliegues de la túnica que había portado el día de su séptimo cumpleaños y que desde entonces permanecía guardada en el fondo de su armario.
A escondidas, miraba una y otra vez la foto y el dibujo que había recibido del viejo y le preocupó pensar que para sus auténticos padres y su hermana él pudiera representar la única esperanza.
En el colegio siguió aparentando ser el mismo alumno cumplidor y algo retraído, sin apenas amigos. Cuando llegaron las vacaciones de Navidad, prefirió no apuntarse a las actividades deportivas; en su fuero interno se dijo que debía estar disponible para lo que pudiera ocurrir.
En vísperas de Navidad, la gente volvió a dar muestras de la misma agitación de todos los años. Calles y centros comerciales se poblaron de luces y reclamos. Por primera vez, Mosangue se preguntó qué significado tendrían, si es que lo tenían, los símbolos navideños, en particular las estrellas que brillaban por doquier. También sintió curiosidad por las personas reales cuya historia se recordaba por esas fechas.
¿Cómo habrían sido de verdad – se dijo – los pastores, los reyes y la humilde familia que vivieron en primera persona los episodios que se recordaban por Navidad?
El 24 de diciembre, Mosangue ayudó solícito a su madre con las compras. Poco antes de la hora prevista para empezar la cena, volvió su padre a casa trayendo consigo un belén con sus figuritas tradicionales, incluida la de un Niño Jesús sonriente y mofletudo proporcionalmente más grande que todas las demás.
La cena discurrió sin más novedad que la de no poder comentar las noticias de los informativos, ya que en su lugar las cadenas de televisión sacaron hablando a un señor que al parecer era rey y que, a juzgar por su serio semblante, tenía poco que ver con la Navidad.
Cuando llegaron los postres, el padre procedió, como de costumbre, a cortar el turrón dando golpes secos sobre el mango de un cuchillo, a modo de cincel.
– Padre, ¿por qué celebramos la Navidad si el Niño Jesús no era africano?
Mosangue había meditado esa pregunta durante toda la cena. Lo único que se le escapó al formularla fue usar la palabra “padre”, en vez de su habitual “papá”. Tal vez por eso, el padre tardó algunos segundos más que de costumbre en responderle, cosa que hizo mirándole a los ojos con tierna convicción:
– Celebramos la Navidad porque cuando alguien trae esperanza a los suyos la está trayendo a todos los demás. La gran mayoría de los que festejan el nacimiento de ese niño – prosiguió apuntando al belén – no saben ni quien era, ni lo que hizo. Puede que lo hayan olvidado porque que ya no le necesitan. Nosotros sí que le necesitamos. Espero que algún día tengamos nuestra propia Navidad.
Esas serían las últimas palabras que Mosangue escuchó de la boca de quien le había protegido y querido como un padre, o incluso más, desde que era un bebé.
Tras ayudar a recoger la mesa, el joven le dijo a su madre que la cena le había dado sed y le pidió un vaso de agua que llevarse al dormitorio. Intuyendo que ese sería el último contacto físico con ella, le rozó suavemente la mano con sus dedos la mano al recibir el vaso.
Lo que Mosangue vivió esa noche, tendido en la cama, con villancicos, petardos y fuegos artificiales como ruido de fondo, no lo puede contar ni este ni ningún otro cronista.
Tan solo sé decir que, apenas un cuarto de hora después de haber bebido el agua en la que había disuelto la substancia que recibió del viejo, Mosangue salió de este mundo para entrar en otro totalmente nuevo.
Poco a poco, se fue acostumbrando a las formas, texturas y sonidos de su nuevo mundo, en otra dimensión. A medida que se acostumbraba, empezó a distinguir una voz que sintió como suya que le invitó a abandonar definitivamente su concha.
La voz le habló de sufrimientos y desafíos a los que debería enfrentarse, para los que el lenguaje no dispone de términos adecuados.
En un momento dado, la voz cesó y Mosangue vio venir una luz cada vez más intensa que le penetró como un rayo.
Dolorido y empapado en sudor, volvió en sí cuando aún no había amanecido.
Abrió el sobre que el viejo había introducido en el estuche y encontró un mensaje en el que estaba escrito el nombre de una plaza situada en una localidad portuaria, junto con la indicación “25 de diciembre, once de la mañana”.
Se vistió de manera apresurada y pensó que la mejor manera de despedirse de aquellos a quienes siempre consideraría sus padres era mirándoles a la cara.
Para ello, aunque nunca había sido buen dibujante, cogió una libreta y un lápiz y, sin ni siquiera servirse de un espejo, hizo un autorretrato, o mejor dicho un retrato de cómo él creía que sería cuando saliera de la pubertad.
Al acabar el retrato, pensó que solo faltaba un detalle: una pequeña y humilde corona que añadió, de manera apresurada, sobre su cabeza.
Sin hacer ruido, depositó el retrato junto a los trozos de madera en la mesita del salón y salió a la calle en dirección a la estación, con idea de coger el mismo tren que le había llevado en verano a la playa, y cuya última parada era la localidad portuaria.
Serían las once y cuarto cuando llegó al lugar de la cita, donde le esperaban el viejo del sombrero y dos fornidos africanos que no dejaban de moverse con aire nervioso.
Con un gesto de la mano, el viejo invitó al joven a que se uniera a los dos hombres.
Antes de que Mosangue y sus dos acompañantes emprendieran, con paso firme, camino hacia el muelle, el viejo se arrodilló y, con las palmas de las manos extendidas hacia el cielo, la cabeza agachada y los ojos cerrados, dijo con voz temblorosa:
“Umbikaliadi muaná omomo,
Bie nekina bui came andi buamu.
Tumbuanaka ba omiba mayadi na
oyondere buamu.
Añambe aká yoleti biejepi
¡Oká! ¡Egombe oká!”
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“He rogado al hijo del hombre,
y observo que vienen buenos tiempos.
Guíame por estas aguas
siendo quien mejor las conoce.
El que todo lo puede lo hará posible.
¡Vamos! Es el momento, ¡vamos!”