Érase una vez, hace mucho, mucho tiempo, una familia que vivía en la cueva de una montaña. Casi todos los miembros de esa familia eran mayores, y no conocían a nadie más que viviera en su montaña o más lejos del bosque que la rodeaba.
Era hace tanto, tanto tiempo, que no había escuelas, ni carreteras, ni semáforos. Por no haber, no había ni gominolas, que no se habían inventado aún, y tampoco había juguetes, ya que hacía mucho tiempo que no nacía ningún niño.
Nadie en la familia sabía hacer fuego, por lo que en invierno, sobre todo las noches, pasaban mucho frío en la cueva, donde se escondían para protegerse de los animales grandes como los dinosaurios.
Una vez nevó durante muchos días seguidos.
- “Si esto sigue así, moriremos todos de hambre y de frío” – dijo el más joven de la familia que se llamaba “Nada”, porque, cuando nació, su madre no tenía nada que ponerle. “Voy a salir fuera para buscar algo de comer” – añadió en voz alta tratando de darse ánimos.
- “¡No salgas, no salgas! Te perderás y te morirás de frío” – le dijeron los demás asustados.
- “No me importa, prefiero morir intentándolo que quedarme aquí dentro sin ninguna esperanza” – respondió Nada mientras se sujetaba unas viejas pieles de animal en los pies y se envolvía el cuerpo con más pieles y paja seca.
Al poco de salir de la cueva, los pies de Nada se hundieron en la nieve y sus ojos quedaron cegados por millones de copos blancos que bailaban en el cielo. Como no sabía hacia donde ir, decidió dejarse guiar por la única luz que podía entrever entre los copos de nieve: una especie de bola de color naranja que era el Sol.
Estuvo horas y horas dirigiéndose hacia el Sol hasta que empezó a hacerse todo muy oscuro y le entró miedo porque cada vez tenía más frío y no sabía donde pasar la noche.
Fue entonces cuando, en medio de la oscuridad, vio otra luz, esta más pequeña, que no era la Luna, ya que no venía del cielo sino del horizonte. Nada no sabía a qué distancia estaba esa luz, pero sintió que era su última esperanza y se dirigió hacia ella.
Cuando llegó al lugar de donde provenía la luz, su corazón le dio un vuelco y quedó paralizado ante la maravilla que tenía ante sus ojos.
¿Queréis saber lo que vio?
Lo que vio fue como una cueva, pero hecha de madera, como él no había visto nunca. Y delante de esa cueva de madera, que nosotros llamaríamos cabaña, había una chica joven al lado de un fuego al que echaba pequeñas ramas.
Al ver a Nada salir de la oscuridad, la joven se asustó y cogió un palo grande; pero no echó a correr, ya que tenía la tripa muy gorda y parecía estar muy cansada. Nada le hizo entender con gestos, puesto que no hablaban el mismo idioma, que no quería hacerle daño. Así estuvieron un buen rato, hasta que la joven dejó el palo en el suelo y se echó las manos a la tripa mientras soltaba unos gritos como de dolor.
Nada no había visto nunca a alguien capaz de hacer fuego y mantenerlo controlado. Una vez, un día con nubes muy negras, vio cómo, en medio de un gran estruendo, una tremenda luz cayó al bosque y quemó muchos árboles, haciendo que los animales huyeran despavoridos. Para Nada y los suyos el fuego era una amenaza y nunca habían imaginado tenerlo delante de su cueva.
Por eso, Nada no se atrevía a acercarse a la joven mientras ésta estuviera al lado de la hoguera. Fue así, a distancia y a la luz del fuego que creaba extrañas sombras, como contempló algo que le dejó aún más maravillado que todo lo que había visto hasta entonces.
¿Queréis saber lo que vio Nada?
Lo que vio fue a la chica ponerse en pie y agacharse un poco, hasta quedarse en cuclillas, mientras daba gritos cada vez más fuertes y retenía de vez en cuando la respiración.
De repente, algo empezó a aparecer bajo la telas de la joven – porque la joven llevaba encima telas, y no pieles y paja como Nada. Y en cuestión de segundos, lo que había ido apareciendo bajo las telas de la joven cayó al suelo, donde la chica había puesto una especie de manta blandita. Ya más tranquila, la joven empezó a limpiar, con sus manos y su lengua, el bulto que, de golpe, ¡se puso a llorar! Fue entonces cuando Nada se dio cuenta de que acababa de asistir al nacimiento de un bebé, viniéndole a la mente lo que su madre le había contado de cuando él nació.
Una vez limpiado, la joven se llevó al pecho a su hijo recién nacido para calentarle y alimentarle con su leche.
Superando sus miedos, Nada se acercó a la joven mirándola con ternura e incluso se atrevió a echar al fuego unas ramitas que ardieron enseguida arrojando bonitas chispas. Durante toda la noche, Nada mantuvo vivo el fuego mientras la joven y el bebé descansaban. Cuando se hizo de día, los tres entraron en la cabaña, calentada ahora por el Sol.
Pese a no entender ninguna de las palabras que se decían entre sí, la chica le explicó a Nada, con gestos y con dibujos hechos en la tierra, que se había perdido y que no sabía por dónde empezar a buscar a los suyos. Nada le dio a entender, dándose golpes en el pecho con los puños cerrados, que no se preocupara, que él cuidaría de ella y del bebé. Nada le repitió varias veces su nombre y, por gestos, le preguntó a ella por el suyo. La joven le dijo que se llamaba “Ave”, nombre que le había puesto su madre ya que cuando nació apareció en el lugar un bonito pájaro.
Nada le pidió a Ave que no se moviera de allí, que le esperara hasta que él volviera con alimentos. Tuvo tanta suerte Nada que, al poco de alejarse de la cabaña, vio a unas ardillas entrando y saliendo del agujero de un árbol grande. Nada trepó al árbol y metió un brazo en el agujero, que estaba lleno de nueces, avellanas, almendras y otros frutos secos que había en aquel tiempo pero que ahora desconocemos.
Las ardillas habían almacenado en el agujero del árbol esos frutos secos para tener comida durante el invierno. Nada cogió únicamente la cantidad de frutos secos que él y la joven iban a necesitar para no morirse de hambre, dejando a las ardillas comida suficiente para el resto del invierno.
En su camino de vuelta, Nada vio también abejas, a las que siguió hasta encontrar el nido que tenían dentro de un árbol seco. Tras pedir perdón a las abejas, Nada cogió varios puñados de miel que puso dentro de la hoja grande con la que había envuelto los frutos secos, a los que había quitado la cáscara.
Cuando regresó a la cabaña, Nada abrió la hoja y enseñó a Ave la rica masa en que se habían convertido la miel y los frutos secos y que siglos y siglos más tarde llamaríamos “turrón”.
A la joven le gustó mucho la comida que había conseguido Nada, y también al bebé, que la chupó con sus labios sonrosados y su diminuta lengua.
Tras dos días y dos noches recuperando fuerzas gracias al turrón y al calor del fuego, Nada le dijo a Ave que tenía que volver con los suyos y le pidió, por gestos, que le acompañara, a lo que la joven accedió.
Nada se hizo guiar de nuevo por el Sol, pero esta vez en sentido contrario. En el camino, hicieron varias paradas para hacer acopio de miel y frutos secos. Afortunadamente, ya no nevaba y antes de que se hiciera otra vez de noche, Nada reconoció a lo lejos la montaña en la que los suyos tenían la cueva.
Cuando se presentaron en la entrada de la cueva, los gritos de alegría que dio Nada para anunciar su llegada se tornaron en preocupación al ver aparecer, sollozando, a los tres más viejos de la familia.
- “¿Dónde están los demás?” – les preguntó preocupado Nada.
- “Al poco de que tú te fueras – le respondió uno de los viejecitos – ellos también decidieron irse. Pensaron que tenías razón y que no había ninguna esperanza si seguían en la cueva. Nosotros tres no tuvimos más remedio que quedarnos ya que apenas teníamos fuerzas.”
Nada se dijo que pronto iría en busca de los suyos siguiendo el rastro que habrían dejado en la nieve, pero antes les presentó a Ave y al bebé, y les dio a probar la miel con frutos secos que, a los tres viejecitos, aunque apenas les quedaban dientes, les supo a gloria. Aún más maravillados quedaron los tres ancianos cuando Ave recogió del fondo de la cueva unas ramas secas y, chocando con energía dos piedras que siempre llevaba consigo, hizo una hoguera.
Los viejecitos no habían visto nunca algo parecido. Se mostraron encantados al comprobar que había otra gente más allá de su bosque y que, además, eran capaces de hacer fuego y cubrirse el cuerpo con otra cosa que no fueran pieles de animales y paja. Pero, sobre todo, lo que más contentó a los viejecitos fue ver al bebé, que significaba el futuro.
Tan contentos se pusieron los tres viejecitos que decidieron regalar al bebé lo más valioso que tenían. Se presentaron en fila ante él y, poniéndose de rodillas, le ofrecieron sus presentes.
El primero de los viejecitos le regaló unas piedras amarillas y brillantes encontradas por casualidad en el río. Eran unas piedras muy bonitas y, por más que él y otros hubieran buscado más piedras de ese tipo, apenas las encontraron. De ahí que los que las poseían podían cambiarlas fácilmente por comida y pieles.
El segundo de los viejecitos le regaló al bebé unos trozos de corteza de un árbol muy raro que alguien había traído de muy, muy lejos y que olían muy bien cuando se frotaban entre sí. Al acercarse al bebé para darle su regalo, uno de los trozos de esa corteza cayó en la hoguera y el humo que desprendió al arder olió tan bien que dejó a todos maravillados.
El tercero de los viejecitos, que era de piel oscura porque le había dado mucho el Sol, se arrodilló ante el bebé y le dijo que no tenía piedras brillantes ni cortezas olorosas. “Me temo – añadió poniéndose muy serio – que algún día los hijos de tus hijos se pelearán por las piedras y las cortezas ya que el que las tiene no necesita ir al bosque a buscar pieles y comida.”
- “¿Veis esta tierra? – dijo el viejecito moreno poniendo un montoncito como de barro a los pies del bebé. Así la encontré yo al nacer y así quiero que permanezca cuando me muera. Gracias a ella habrá siempre árboles que darán frutos y animales que podrán vivir. Dejar la tierra a nuestros hijos tal como la encontramos es el mejor regalo que les podemos hacer”.
Con la ayuda de un palo, Nada trazó un círculo en el suelo alrededor de los tres regalos y, dentro del círculo, dibujó un bebé, para que Ave entendiera que los regalos de los tres viejecitos eran para su hijo.
Aquella noche la pasaron los seis bien calentitos en torno a la hoguera que había prendido Ave. Con una gran sonrisa en sus bocas, los tres viejecitos soñaron que volaban a una estrella grande y bonita donde les estaban esperando con los brazos abiertos sus padres, y los padres de sus padres.
A la mañana siguiente, Nada encontró los cuerpos de los tres viejecitos, pero no sus miradas ni sus voces, que se habían quedado en la estrella grande, por lo que Nada y Ave decidieron partir juntos, con el bebé, en busca de sus respectivas familias.
Pasó un tiempo – no sé decir si mucho o poco, porque en aquella época no había ni relojes ni calendarios – y los tres viejecitos, aunque contentos de estar en la estrella con sus padres y los padres de sus padres, empezaron a echar de menos al hijo de Ave con el que habían pasado tan buenos momentos, por lo que decidieron volver a la Tierra para visitarle.
Se dijeron que sería fácil localizarlo, pese a que ya no sería un bebé sino un niño. Ahora bien, cuando bajaron a la Tierra les esperaba una sorpresa mayúscula, ya que no encontraron un niño, sino muchos y muchos niños y niñas, así como muchos y muchos bebés.
Lo que había sucedido es que Nada y Ave, tras grandes esfuerzos, habían logrado dar con sus respectivas familias, a las que habían juntado, y todos se habían hecho amigos.
Fue entonces cuando los tres viejecitos decidieron que iban a visitar a todos los niños y niñas del Mundo. Así, una vez al año, en recuerdo del bebé de Ave, los tres viejecitos, visitan mientras duermen a todos los niños y niñas, a los que reparten tres tipos de regalos: juguetes que compran con dinero, y que pronto se rompen y olvidan en los armarios; ropa y zapatos que pronto se quedan pequeños, o perfumes que enseguida dejan de oler, y libros que hablan de las cosas que de verdad son valiosas, como jugar con los demás, ayudarse entre sí y amar a la Naturaleza.
Para los tres viejecitos todos los niños son igual de importantes y a todos les quieren por igual, aunque algunos – como vosotros – seáis especiales.
Hace dos mil años, nació un bebé llamado Yeshúa (algunos dicen “Jesús”) que era especial ya que trajo consigo algo que ningún otro bebé había traído nunca: el mensaje de que es mejor quererse los unos a los otros y no tener envidia. Los pastores que estuvieron presentes en la visita que los tres viejecitos hicieron al Niño Jesús contaron que le regalaron oro para que se comprara lo que quisiera, incienso para que oliera bien y una substancia tan humilde como la tierra llamada mirra. Como los tres viejecitos se habían vestido para la ocasión de manera muy elegante y hablaban de una estrella mágica, un pastorcito les llamó “Reyes Magos”.
Por cierto, la familia de Yeshúa tenía en su casa un libro muy, muy viejo en el que se ya se citaba a Nada y Ave. Ese libro está escrito en un idioma muy antiguo que para entender hay que leer de derecha a izquierda, al revés que nosotros, por lo que a Nada y Ave se les conoce como Adán y Eva. En el mismo libro se habla de una serpiente muy mala, de una manzana que cuando la comes te sienta fatal, de guerras y de otras cosas que dan miedo oírlas; pero, que yo sepa, nunca nadie ha escuchado a los tres viejecitos contar historias que asusten a los niños, ni tampoco a los mayores.
De todas formas, cuando, dentro de muchos, muchos años, os toque ir a la estrella donde os estarán esperando vuestros padres y los padres de vuestros padres, allá estarán los tres viejecitos para deciros que no había que tener miedo a vivir, que Nada y Ave, disfrutando de lo poco que tenían, fueron felices, como lo fueron sus hijos, y los hijos de sus hijos, sobre los que los tres viejecitos velaron y velarán siempre.