Ya casi no hay ningún día sin reunión internacional de mandatarios, pero la de hoy en Durban, Sudáfrica, merece figurar en los libros de historia. Se sientan en la mesa los máximos dirigentes de los BRICS, el acrónimo usado por primera vez en 2001 por la compañía financiera Goldman Sachs para referirse a cuatro economías emergentes – Brasil, Rusia, India, China – a las que se uniría Sudáfrica.
El acrónimo (“ladrillos” en inglés) ilustra a la perfección el edificio de la nueva economía planetaria en ciernes. Los cinco países presentes en Durban representan por sí solos una cuarta parte de la superficie de la Tierra, el 43% de la población y el 17% del comercio mundial. Pero más que su peso actual lo que impresiona es su potencial ya que detrás de China e India estaría el sudeste asiático, detrás de Brasil toda América Latina, detrás de Sudáfrica toda África y detrás de Rusia la antigua Unión Soviética. Frente a ellos, el bloque de las economías avanzadas (en vías de decrepitud) lo componen Europa, América del Norte y Japón. El mapa de los bloques del siglo XXI quedaría completado con el mundo árabe y su laberinto (hoy mismo la Liga Árabe celebra su enésima reunión en torno a Siria).
A poco que se lo propongan (ya han empezado a discutirlo) y que se organicen, los BRICS pondrán patas arriba el sistema financiero internacional que ha perdurado desde el final de la II Guerra Mundial (basado en los acuerdos de Bretton Woods que crearon el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial) y al que la última recesión de las economías avanzadas ha puesto en evidencia. Que europeos y estadounidenses sigan controlando los organismos financieros internacionales es algo que tiene los días contados en el escenario de la post recesión.
Tarde o temprano, los BRICS tienen ganada la partida del siglo XXI, tanto por méritos propios como por deméritos de quienes aún creen mover los hilos del Planeta.

Europa pudo ser y no fue. El episodio del rescate a Chipre ha sido bochornoso. Los ciudadanos se preguntan cómo es posible que detrás de una moneda común no haya una auténtica política económica, fiscal y presupuestaria común. ¿Se imaginan bloquear las cuentas corrientes en el Estado de Illinois para que el Estado de California o los demás estados de la Unión no tengan problemas con el dólar? ¿Podríamos imaginar que en tiempos de las antiguas pesetas el Gobierno español hubiera aplicado un “corralito” a los extremeños en vez de recurrir, cuando venían mal dadas, a la devaluación? El problema es que, una vez en el euro, economías como la griega, portuguesa, irlandesa o española (los llamados “PIGS”) no pueden devaluar sus monedas, y los ajustes por sí solos no permiten aumentar la competitividad sino que incluso la lastran. Se suponía (siguiendo la lógica funcionalista que ha presidido la construcción europea desde sus inicios) que la creación de la moneda única daría lugar a políticas económica y exterior comunes (a una divisa se la defiende por todos los medios, dentro y fuera). Pero los ciudadanos (¿y sus propios líderes?) dieron la espalda al proyecto europeo y son ahora los primeros que pagan las consecuencias de la falta de instituciones europeas fuertes e independientes.
En cuanto a Estados Unidos, ¿hasta cuándo durará su huida hacia adelante?, ¿cuándo se verá obligado a afrontar su descomunal déficit público (vía impuestos y/o recortes) con la consiguiente recesión?
Sin duda, cerebros de Wall Street y la City tienen ya pergeñado un escenario económico para los próximos decenios basado en que Occidente aproveche lo más posible los réditos que se generen en las economías emergentes. A buen seguro, otro grupo de guionistas procedentes de Shanghai, Moscú, Nueva Delhi y São Paulo también están escribiendo, hoy mismo en Durban, capítulos de la misma serie. La carrera está abierta para el premio a los actores principales y a los actores de reparto.