Érase una vez, hace mucho, mucho tiempo, un pequeño reino cuyos habitantes tenían vidas sin historia, generación tras generación.
Los agricultores vivían al ritmo de siembras y cosechas. Los ganaderos, pendientes de sus rebaños. El rey casi siempre estaba de caza, aunque quería tanto a los animales que los dejaba escapar.
Una vez al año, coincidiendo con el fin de las cosechas y la vuelta del ganado desde las tierras altas, los habitantes del reino rompían su rutina gracias a la feria. Viejos y jóvenes esperaban con impaciencia esa semana; los viejos porque revivían los recuerdos de sus años mozos, y los jóvenes porque para ellos era la única posibilidad de hacer nuevas amistades y de enterarse de lo que sucedía más allá de las montañas.
Una vez más, coincidiendo con la entrada en el granero del último grano y en el establo de la última res, las puertas de la muralla que rodeaba al castillo se abrieron de par en par.
Los primeros en presentarse en la Plaza de Armas, que es donde se celebraba la feria, fueron unos chicos jóvenes, aún adolescentes, que apenas habían pegado ojo la noche anterior pensando en las hijas de los comerciantes, a las que conocían desde niñas.
Por experiencia, los chicos sabían que la mejor manera de tratar con ellas, y de paso quedar bien con sus padres, era ayudando a montar los puestos.
Entre risas y miradas cómplices de los jóvenes, los tenderetes fueron instalados en un santiamén, y la plaza empezó a recibir gente deseosa de pasar una agradable jornada, como así fue.
Al atardecer, viejos, jóvenes y, sobre todo, niños se dirigieron a las esquinas, iluminadas con antorchas, donde actuaban trovadores y saltimbanquis.
La semana discurrió tan animada como de costumbre.
Al acabar la feria, el mismo grupito de jóvenes que había ayudado con los puestos se ofreció a desmontarlos, aunque esta vez no hubo risas, y los cruces de miradas entre chicos y chicas estaban empañados de tristeza.
Sabían que, de madrugada, los feriantes se irían para no volver, en el mejor de los casos, hasta el año siguiente.
Esa noche, los chicos se encaminaron a la posada situada a media legua del castillo. Su semblante serio les hizo aparentar más edad, por lo que el posadero no tuvo reparo en servirles cerveza. A medida que bebían, su conversación fue subiendo de tono.
- “No entiendo por qué tenemos que esperar tanto tiempo para tener noticias de las chicas”, dijo uno.
- “No es justo que no sepamos lo que pasa fuera de este aburrido reino”, dijo otro.
- “¡Hay una manera de resolver nuestros problemas!”, dijo un tercero con aplomo atrayendo todas las miradas.
- “¡Dinos qué manera!”, le espetaron sus amigos al unísono.
- “Pienso – respondió el interpelado, aunque ahora en tono titubeante – que deberíamos enviar mensajeros a otros reinos y que esos mensajeros nos traigan a su vez mensajes de fuera.”
- “¡Sí, ya! – le replicó uno de los jóvenes con desdén. Y eres tú el que va a pagar a los mensajeros y garantizarles montura y posada allá donde vayan. ¡Eso sólo se lo pueden permitir los ricos!”
Ante la evidencia de que ninguno de ellos podía disponer de emisarios a su guisa, los jóvenes apuraron los últimos sorbos de cerveza y se fueron, cabizbajos, a sus casas.
Aquella noche, uno de ellos, el menos hablador, era incapaz de conciliar el sueño. Saltó de su camastro y se dirigió al cobertizo donde su padre amontonaba el azúcar que producía a partir de remolacha.
Fue en aquel lugar, contemplando los destellos del montón de azúcar provocados por la luz de la Luna filtrándose entre las tejas, donde el joven concibió la manera de resolver el problema que tanto contrariaba a sus amigos y, de paso, mejorar la vida de los habitantes del reino y de los reinos de alrededor.
Tan excitado estaba con su idea que deseó con todas sus fuerzas que se hiciera cuanto antes de día para poder lanzarla a los cuatro vientos.
Lo cierto es que, a medida que el joven, superando su timidez, la fue exponiendo, todo fueron parabienes y palabras de ánimo.
Tanto se comentó el asunto que llegó a los oídos del rey, el cual mandó a uno de sus criados a la casa del azucarero para anunciarle que quería recibir en audiencia al joven. El padre respondió al mensajero que su hijo acudiría a la cita, aunque se quedó sin entender por qué él, que producía el azúcar más apreciado del reino, nunca había sido invitado a palacio, mientras que el chaval lo era por el mero hecho de haber tenido una ocurrencia.
El día señalado, el joven se presentó ante el rey, el cual le dirigió palabras amables para ponerle en confianza, aunque el hijo del azucarero lo tenía tan claro que le expuso su idea con soltura.
- “La cosa es muy simple- le dijo. Si queremos tener noticias de los demás y que los demás tengan noticias nuestras, no debemos depender de la vida de los mensajeros, sino que tenemos que lograr que los mensajes tengan vida propia.”
- “¿Cómo puede ser eso posible?”, le peguntó el rey.
- “Muy fácil – replicó el joven. Aprovechemos los desplazamientos que ya realizan nuestros agricultores, ganaderos, comerciantes y demás habitantes hasta los rincones más remotos del reino, y pidámosles que recojan y depositen, en lugares convenidos, mensajes destinados tanto a nuestros habitantes como a los de otros reinos, contando con que los habitantes de esos reinos harán lo mismo con sus agricultores, ganaderos y comerciantes. Para que los destinatarios de los mensajes tengan conocimiento de su existencia, bastará con que sean expuestos en un mismo lugar, por ejemplo, en una parte convenida del muro de cada castillo.”
Y por si el rey albergaba alguna duda sobre lo factible de la idea, el joven le sugirió que organizara una prueba. El rey se dijo que no tenía nada que perder. Pensó que el libre intercambio público de noticias entre sus habitantes y los de otros reinos sería beneficioso para todos, por lo que dio orden de que partieran emisarios a los reinos vecinos, solicitándoles que organizaran la recogida y distribución de los mensajes de sus gentes y dedicaran una parte de sus murallas para exponerlos.
Al regresar a casa tras la audiencia real, al hijo del azucarero le estaban esperando, impacientes, sus amigos.
Fue en el almacén del azúcar donde los jóvenes redactaron los primeros mensajes destinados a sus amigas, que en cuestión de tan solo dos semanas llegarían a los muros de los reinos en los que ellas residían.
Otras dos semanas después llegó al muro del reino en el que vivían los jóvenes el mensaje de una tal Lucrecia interesándose por un tal Armando. Pese a su brevedad, el mensaje llenó a todos de excitación. El problema era que Lucrecia y Armando eran nombres muy comunes por aquel entonces, por lo que el hijo del azucarero pensó que lo mejor sería que los mensajes permitieran identificar a quienes los enviaban incluyendo, por ejemplo, referencias a la edad, rasgos físicos, oficio…
Contagiado por el entusiasmo de sus súbditos, el rey accedió a enviar de nuevo a sus emisarios con instrucciones precisas sobre cómo deberían presentarse, a partir de entonces, los mensajes. Las instrucciones también limitaban su extensión, a fin de que el mayor número de ellos cupiera en el zurrón de un pastor o la saca de un tratante.
Los emisarios fueron recibidos con alborozo en los otros reinos. Por primera vez, pensaba la gente corriente, podremos comunicarnos sin tener que emprender largos y peligrosos viajes, e incluso sin conocernos.
Para no dejar de lado a la mayoría de la población que no sabía leer ni escribir, pero que era muy lenguaraz y curiosa, a alguien se le ocurrió la idea de elaborar mensajes a partir de dibujos muy simples que todos entendieran. Ese alguien había visitado en una ocasión una cueva en cuyas paredes había escenas de caza pintadas en tiempos muy remotos junto a siluetas de manos. Inspirándose en esas imágenes, representó con dibujos acontecimientos importantes en la vida de las personas, como bodas, nacimientos o muertes, al tiempo que reflejó conceptos, como el principio de autoridad que ilustró mediante una espada blandida por una mano enguantada.
En realidad, tanto e incluso más que el contenido mismo de los mensajes, lo que de verdad ocupaba y preocupaba a la gran mayoría de la gente era la imagen que dichos mensajes darían de ellos mismos.
Esa obsesión por la propia imagen llevó a artistas, muchos de ellos fracasados, a ofrecer sus servicios como retratistas en pequeñas tiendas en las que se hacía entrar la luz exterior de tal manera que los retratos fueran favorecedores.
Uno de los clientes que acudió a una de esas Tienda de Luz, como se les conocía, fue un horondo y madurito solterón al que sus amigos habían convencido de que dedicara buena parte de sus ahorros a hacerse un favorecedor retrato con vistas a distribuirlo por doquier junto a un mensaje en el que prometía casarse con la afortunada joven que acudiera a una cita ataviada con una falda roja y llevando una rosa.
Cuando llegó el día y la hora señalados, el gordinflón se presentó en el lugar convenido enfundado en un llamativo traje impropio de su edad y calzando unos chillones zapatos nuevos que le hacían sufrir enormemente, por lo que apenas podía moverse.
Le estaba esperando un nutrido grupo de jóvenes, a cada cual más bella y lozana, que al sentirse estafadas por las pintas del gordinflón empezaron a pegarle con saña en medio de un griterío ensordecedor.
Quienes fueron testigos de la escena dijeron que las chicas habrían acabado con su vida de no ser por la súbita aparición de una señora entrada en carnes que le protegió con bravura y logró ahuyentar a las enfurecidas jovencitas.
Dolorido y sin apenas visión, debido a los golpes que había recibido en la cara, el hombre pidió humildemente a la señora que le llevara a casa la cual, huelga decirlo, ni era un castillo ni tenía sirvientes, como había insinuado en su mensaje, pero sí resultó ser acogedora.
La señora le curó de sus heridas y tan agradecido estaba el solterón que le pidió se quedara con él el tiempo que quisiera. Le dijo que se había pasado la vida trabajando y que los únicos momentos de asueto los dedicaba a sus bromistas amigos.
Ella, por su parte, le habló de su rígido padre viudo que le había obligado hasta su reciente muerte a cuidarle, por lo que apenas había tenido contacto con el mundo exterior.
Quienes les conocieron dijeron que el solterón y la señora ya no se separaron nunca y que fueron felices con lo poco que tenían, disfrutando de cada puesta de Sol. Al parecer murieron los dos a pocas semanas de intervalo, el segundo de ellos de pena. Un vecino distribuyó entre los pobres los escasos enseres que dejaron, entre los que se encontraba la ridícula vestimenta utilizada por el hombre en la accidentada cita y un hatillo que ella siempre mantuvo anudado y que resultó contener una falda roja con preciosos bordados y una espléndida rosa seca.
Lejos de desanimar a la gente, el suceso del gordinflón apaleado por las frustradas jovencitas había servido para dar más notoriedad a los mensajes con vida propia, por lo que comunicarse a través de ellos con extraños y lanzar todo tipo de proclamas pasó a convertirse en el pasatiempo favorito de la gente, al tiempo que descuidaban el trato con las personas que estaban a su alrededor.
Los muros de los castillos se fueron cubriendo de más y más mensajes, procedentes de más y más gente, lo cual, entre otras cosas, generó malestar entre los cronistas oficiales de los reinos ya que, hasta entonces, eran ellos los encargados de difundir las escasas informaciones procedentes de palacio.
Pese a que los cronistas amenazaron con cesar en sus funciones si no se ponía freno a la vorágine de los mensajes con vida propia, los reyes prefirieron apostar por este sistema, entre otras cosas porque les resultaba más fácil y eficaz influir sobre sus súbditos y tenerlos bajo control.
Y es que, con la ayuda de “Montaña de Azúcar”, que es como se conocía al hijo del remolachero que había tenido la idea de dar vida a los mensajes, los reyes habían empezado a conocer muy bien cómo pensaban sus súbditos y lo que comunicaban entre sí.
De hecho, hacía tiempo que en los muros donde se exhibían los mensajes había secciones claramente diferenciadas dentro de las cuales solo se encontraban mensajes de individuos afines.
El problema radicaba en que algunos desaprensivos se hacían pasar por quienes no eran para sembrar cizaña e incluso cometer delitos.
Con el pretexto de combatir la delincuencia y defender la honorabilidad, los reyes ordenaron a sus guardias que comprobaran, casa por casa, la identidad de sus súbditos y, de paso, recogieran información sobre sus pertenencias
Hasta entonces, la gente había vivido donde ha estimado oportuno, sin tener que rendir cuentas a nadie, ayudando de manera espontánea a los necesitados. Por primera vez y por orden real, todos fueron conminados a permanecer en sus domicilios para poder recibir a los guardias durante un periodo de tiempo convenido, que resultó ser a finales de año, aprovechando que el frío mantenía a las gentes en casa
Gracias a la labor de los guardias, los reyes harían acopio de mucha y muy variada información que con el tiempo utilizarían para generar envidias y alimentar conflictos que desembocarían en guerras.
Las guerras traerían destrucción y acentuarían aún más la desconfianza. Se levantaron barreras allí donde había pasos de montaña y se destruyeron puentes que hasta entonces permitían pasar de una orilla a otra de los ríos.
La gente se volvió huraña y arreciaron los mensajes de odio que, bajo el férreo control de las autoridades, colgaban de los muros.
Para entonces, hacía tiempo que Montaña de Azúcar se había hecho inmensamente rico a base de informar a los reyes sobre los aspectos más nimios de la vida de sus súbditos, e incluso cobrándoles por organizar difusiones masivas de mensajes, sin importar si lo que ponía en ellos era o no cierto.
Un día, no se sabe muy bien ni cómo ni dónde, surgió de entre la gente un joven que, extrañamente, no figuraba ni en las listas de Montaña de Azúcar, ni en las de ningún rey de ningún reino de este mundo.
Los pocos que le conocían comentaron que el invierno en que tuvieron lugar las visitas de los guardias reales a las casas, hacía unos treinta años, su padre y su madre embarazada no pudieron llegar a tiempo a la casa familiar, por lo que la madre dio a luz en una cabaña de pastores medio derruida.
Para proteger al recién nacido del frío, le frotaron con la grasa que encontraron en el fondo de una vasija, lo que dio pie a que le apodaran El Untado.
Con el tiempo, también se sabría que, estando aún en la cabaña donde nació, recibió la visita de tres ancianos que dijeron estar de camino hacia las áridas y despobladas regiones del Sur, donde querían vivir alejados del mundo lo poco que les quedara de vida.
- “Somos viejos, y la edad nos ha hecho sabios; no nos gustan los tiempos que corren”, dicen que comentó el anciano de barba blanca.
- “Las semillas del odio han sido plantadas y son muchos los que se encargan de regarlas para que crezcan malas hierbas y árboles de mal fario”, añadió el viejo de barba grisácea.
- “Aceptad estos presentes – dijo el anciano de tez morena al tiempo que entregaba unas bolsitas de cuero a los padres del bebé – para que vuestro hijo viva al abrigo de la envidia y traiga la paz y concordia que tanto anhelamos.”
El niño creció reconfortado por el amor de sus progenitores y disfrutando de las cosas simples, sin más juguetes que los que creaba él mismo a partir de trozos de madera que recibía de su padre artesano.
Un buen día se lanzó al mundo, ganándose el sustento a cambio de historias muy sencillas que contaba a quien se dignaba escucharle de manera improvisada, ya que hacía mucho tiempo que no se celebraban ferias.
La primera vez que las autoridades supieron de la existencia de El Untado fue a raíz de que arrancara y tirara por el suelo mensajes del muro de un castillo. Dicen quienes le conocieron que fue la única vez que le vieron enfadado. Gracias a su buena forma física, corrió más que los guardas que le perseguían y llegó hasta un lago, donde se refugió en la casa de un pescador que acabaría siendo su mejor amigo.
Junto a este y otros pescadores se dedicó a recorrer el reino contando sus sencillas historias y mostrando interés hacia todos aquellos con los que se cruzaba, a los que dirigía la palabra tomándoles de la mano y mirándoles a los ojos. “Hablaos los unos a los otros como yo os he hablado”, acostumbraba a decir antes de proseguir su ruta.
Más de una vez, logró que personas que se habían cruzado mensajes de odio sin ni siquiera conocerse, tan solo porque habían nacido en laderas diferentes de una misma montaña, se juntaran e incluso llegaran a abrazarse.
Pese a todo, El Untado tenía muchos más enemigos que amigos, entre otras cosas por su tendencia a rodearse de gente de mala reputación, como mujeres que no dudaban en irse con aquel que las necesitara.
Un día, los enemigos de El Untado le acusaron de comunicar con la gente sin hacerlo a través de los muros de los castillos, lo que según ellos suponía una amenaza para el orden establecido.
En el juicio al que fue sometido, el fiscal afirmó que, puesto que no había rastro de él en ningún muro, era como si no existiera, por lo que nada impedía que se le hiciera desaparecer. De hecho, tras el juicio, nadie volvió a verle.
Pero no por ello fue olvidado.
Los que habían tenido la suerte de tratarle en persona, y los que trataron a los que le trataron, decidieron recordarle representando cada invierno el chamizo en el que nació y cantando las canciones que le cantaba su madre cuando le protegía del frío.
Quienes así celebran la memoria de El Untado se hacen llamar Mensajeros de la Vida, para distinguirse de aquellos que solo viven para los mensajes.
Los Mensajeros de la Vida tienen también por costumbre reunirse en familia para comer, en recuerdo de la cena, a base de cordero, pan y vino, que El Untado organizó antes de que le detuvieran.
Intuyo que él hubiera preferido que solo se supiera de aquella cena de oídas, pero uno de los asistentes le traicionó representándola en un cuadro del que posteriormente se harían infinidad de copias.
Seguro que tú mismo has visto alguna vez una de esas copias, en la que se ve a El Untado y sus amigos en animada conversación en torno a la mesa, haciendo votos por el inicio de una nueva era en la que las personas, libres de complejos y prejuicios, vivan plenamente vidas sin historia, en vez de ser esclavos de historias y de mensajes con vida propia.