«…y prosiguió su camino, sin llevar otro que aquel que su caballo quería, creyendo que en aquello consistía la fuerza de las aventuras» («El Quijote»).
Participo en la presentación de «Inquietos vascones», una obrita con 24 relatos de otros tantos autores, entre los que me encuentro, a cada cual más quijotesco.
Tras una vida aventurera como pocas (recuerdo haber visitado varios lugares en el Mediterráneo, entre ellos la ciudad de Ulcinj en Montenegro, que reclaman el honor de haberle tenido como prisionero), Cervantes hizo de «El Quijote» una irónica sátira de los libros sobre caballeros andantes y sus atolondrados émulos.
Si Cervantes retomara hoy en día la pluma a buen seguro que su personaje trocaría peto, celada y oxidada lanza por raídos gorro y chaleco marca Capitán Tapioca y desnortada brújula.
Como substituto al famélico rocín las posibilidades serían muchas y todas ellas acertadas: destartalados automóviles, canoas a punto de perecer ahogadas, heroicas bicicletas o sufridos pies a los que Darwin aún no ha dotado de mecanismo calefactor adaptado a los rigores del Himalaya (todo llegará).
Cuanto más leo los relatos del librito y rememoro las intervenciones de quienes participamos en su presentación, más caigo en la cuenta de nuestros pretenciosos desvaríos. Por cierto, el premio al mejor Sancho Panza debería recaer en uno de los camaradas que nos confesó haber encontado en un enterrador al compañero ideal de viaje.

Aún no conociendo en persona más que al coordinador del libro – Miguel Gutiérrez Garitano – y pese al abismo generacional que mantengo con la mayoría de los coautores, está claro que compartimos los síntomas del quijotismo agudo en estado degenerativo avanzado.
¿Cómo si no explicar que alardeemos de habernos perdido (cuanto más remoto el lugar, mejor), de haber sufrido todo tipo de infortunios, de que nos hayan timado… y un largo etcétera de despropósitos que ni el más sádico de los guionistas pudiera imaginar?

Supongo que el componente vasconavarro del colectivo podría servir de atenuante, aunque, dada la abundancia de precedentes tanto anónimos como de talla (desde Elcano a Leguineche, pasando por Francisco Javier, Urdaneta, Iradier o el «Moro vizcaíno», valga la redundancia), me temo que la enajenación vascona en su variante quijotesca no es precisamente transitoria.
Sea como fuere, bendita la locura viajera y aventurera que nos permitió reirnos de nosotros mismos y disfrutar de una opípara cena (gracias Josean) en el «txoko» de la Sociedad Ciclista Vitoriana.
Y benditos los beneficios por las ventas del libro, que van a parar a la Asociación Africanista Manuel Iradier. Un motivo más que válido para rascarse a gusto el bolsillo:
http://www.edicionesdesnivel.com/fichalibro.php?id=978-84-9829-273-2
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