Me invitan a cenar en una sociedad gastronómica del País Vasco, en concreto la Zapardiel de Vitoria-Gasteiz. Las sociedades gastronómicas, también llamadas “txokos”, constituyen una seña de identidad de lo vasco al igual que los jesuitas, los carlistas en versión original y “neo”, Mondragón (no la orquesta, que también, sino el grupo cooperativo), el “Athletic” y una banda de impresentables en proceso de reconversión que prefiero no mencionar.
Las sociedades gastronómicas son una mezcla de club inglés y de falansterio.
De lo primero toman la distancia, e incluso el aislamiento total en el caso de algunos irreductibles, respecto al sexo débil; por si no ha quedado claro en las latitudes en las que me encuentro: las mujeres. Puede que quien haya leído “Técnicas de la mujer vasca para la doma y monta del marido” de Óscar Terol aduzca el atenuante de legítima defensa para tal actitud, de la que ningún miembro de sociedad gastronómica hará públicamente alarde (por aquello de lo políticamente correcto), aunque tampoco renegará por completo.
De lo segundo, los “txokos” toman el halo de las utopías, de los intentos de sentar nuevas bases para la humanidad. Sólo así se entiende que individuos de diferente extracción social y de horizontes profesionales distintos dediquen su tiempo libre a reunirse en torno a fogones y acepten de buen grado obligaciones como las que regularmente incumben al “semanero”: garantizar durante siete días que las instalaciones – de las que los socios son copropietarios – estén en perfectas condiciones y demostrarlo organizando una cena al conjunto de la masa social (en el caso de la Zapardiel, los jueves).
El reglamento interno de este tipo de asociaciones da normas de obligado cumplimiento sobre la manera de administrar las facilidades, incluidos los alimentos y bebidas puestos en común, quedando fuera de duda la honestidad de quienes se prestan a tan singular experiencia.
Los hay que piensan que los “txokos” son principalmente lugares para entablar contactos con objeto de hacer negocios o política. A mi entender, las cosas son más simples: como su nombre indica, las sociedades gastronómicas son capillas privadas del buen comer y del buen beber. Sólo así se entiende que, desde que atravesara el umbral de la Zapardiel, únicamente haya hablado con mis interlocutores de vinos, de la diferencia entre el chicharro gallego y el que tiene la suerte de haber visitado las aguas vascas o del punto de un guiso cuyos secretos van más allá de los ingredientes y el fuego lento.
Una vez en la mesa, la condición de los comensales – personajes notorios de la ciudad, incluido el director del principal periódico – llevaría a pensar sobre disquisiciones económico-sociales, complots, críticas y hasta alabanzas dirigidas a presentes o ausentes. Pues no: en la cena se habló casi exclusivamente de comida y de bebida, sin que el orden de los factores alterara la grata función digestiva.
¿Y si las sociedades gastronómicas fueran una lección de vida, un modelo a seguir? ¿Acaso no entronca su filosofía con la fundamental revolución que nos llevó a pasar, en los albores de la humanidad, de ser recolectores solitarios a organizarnos en grupos para la caza y la preparación de los alimentos? ¿Acaso no es gozosamente atávico el placer del “semanero” al presentarnos como auténticos trofeos los chicharros eúskaros que descubrió en el mercado? En cuanto al toque culinario, tengo que confesar que la cena fue digna del más evolucionado “homo sapiens”, entendiendo “sapiens” por “sabor” que no por “saber”.
De regreso a las estrechas calles de la “almendra” medieval vitoriana no pude sino reflexionar sobre lo bien que nos iría organizándonos en sociedades gastronómicas en vez de en solitarios abridores de puertas a repartidores de pizzas.
Os tengo que dejar; acaba de sonar el timbre.