El turista de la gorra

Mi compulsivo turista dirigiéndose al bar del tren
Mi compulsivo turista dirigiéndose al bar del tren

De regreso a la planicie. En menos de siete horas un tren de alta velocidad me habrá trasladado, sin escalas, desde las laderas alpinas hasta la «cuvette» bruselense que ha hecho del cielo gris y la llovizna un modo de vida. No puedo evitar ser testigo de la escena que discurre en los asientos traseros al mío. Aprovechando la conexión a internet que ofrece el tren, un pasajero está propinando una soberana paliza a su resignado acompañante a base de enseñarle y comentarle fotos colgadas en Facebook que dan fe de la multitud de viajes por el mundo que el ufano turista ha llevado a cabo. En su relato, sometido únicamente a la lógica temporal del orden de lanzamiento de ofertas por parte de las agencias de viaje y a los imperativos de una actividad profesional que no logro discernir pero que bien podría ser, a tenor de sus expresiones más recurrentes,  la de probador de «soirées dansantes» y de «jacuzzis» en cubiertas de cruceros, Birmania linda con el Caribe, el Mar Egeo baña la Patagonia  y el verano sin noches de San Petersburgo juega al golf en el invierno austral de Sudáfrica. A instancias del sufrido pasajero silente los dos deciden darle al «pause» y dirigirse al bar, lo que me permite apreciar la apariencia del maduro y compulsivo viajero francófono: gorra de bėisbol con la correspondiente marca a modo de matrícula del lado del cogote, bufanda azul chillón, jersey de color indefinible, pantalon aflojado y zapatillas de deporte. Es de suponer que el mismo atuendo habrá lucido por todos los rincones del mundo, con la sola excepción, espero, de las «soirées dansantes» y los «jacuzzi». La próxima vez que vea a Mirella Spadafora le preguntaré si los primeros turistas europeos tenían algún signo vestimentario distintivo, aunque quiero imaginar que el mero hecho de que viajaran ya les hacía ser, y parecer, diferentes. Mirella es especialista en la recuperación de lo que podríamos definir como  cuadernos de viaje de jóvenes que desde los tiempos del Renacimiento realizaban el «grand tour» (de ahí viene la palabra turista), el recorrido por los centros de cultura y de poder que formaba parte indispensable de su aprendizaje y maduración como personas. Más que relatos de los propios jóvenes sobre los lugares visitados, los cuadernos están constituidos por testimonios y referencias que sobre el viajero hacían sus interlocutores, a modo de «liber amicorum». Una vez recogidas en el cuaderno, las entradas se convertían en una especie de tarjeta de visita o salvoconducto que permitía al joven abrir puertas o cerrarlas, según la apreciación de quienes le habían conocido. Aplicado a mi pedante turista de la gorra la cosa equivaldría a que su cuenta de Facebook estuviera compuesta exclusivamente por fotos y vídeos tomados por sus casuales acompañantes junto con comentarios sobre su parecer y proceder. Por poner un ejemplo, aparecería mi testimonio acerca de su pedante verborrea y su estereotipado atuendo el día que le tuve a tiro en el tren «Thalys neige». Para estar a la altura de los tiempos hasta imagino una «app» que abriera el espacio «bluetooth» de cada turista a los «posts» procedentes de sus voluntarios o involuntarios acompañantes. Dicho en román paladino, se trataría de un cacharro que dejara constancia de lo que los demás piensan de ti. La cosa daría lugar a relatos de viaje del tipo «mira cómo me han visto» en lugar del manido «mira lo que he visto» o, peor aún, «mira los que me han visto». ¿Cuántos aceptaríamos el desafío? ¿Acaso el cultivo y la exhibición de la propia imagen no son consustanciales con el turismo actual, las más de las veces en detrimento y a costa de los lugares visitados? ¿Acaso cada vez que nos fotografiamos junto al Partenón, el Taj Mahal o las Cataratas Victoria  no estamos reduciendo dichas maravillas a nuestras banales existencias y apariencias? Mis dos vecinos de viaje aún no han regresado del vagón bar. Puede que al turista locuaz le haya salido otro turista más avezado que él o, peor aún, un aventurero. Puede que a estas alturas se hayan cargado ya decenas de lugares singulares a los que el plural sienta fatal.