El tesoro de la familia – Cuento de Navidad 2016

Érase una vez, hace mucho, mucho tiempo, una mamá que vivía con su joven hija en una pequeña casa en el campo. Apenas tenían muebles ni cosas con qué entretenerse y en aquella época no había televisión, ni tabletas, pero eran felices recogiendo comida y dando paseos por el bosque.

Para conseguir el poco dinero que necesitaban, iban de vez en cuando al mercado del pueblo más cercano donde vendían lo que encontraban en el bosque: castañas y setas en otoño, miel en primavera y bayas en verano. En diciembre también acudían al mercado de Navidad para vender calcetines y guantes que hacían con la lana de una vieja oveja a la que metían en casa por la noche para que no tuviera frío.

Porque aquel invierno fue muy, muy duro. Durante días y días estuvo nevando sin parar. La nieve era tan alta que la pobre oveja no encontraba hierba ni plantas que comer.  La oveja se puso muy débil, cogió un catarro muy fuerte y se murió, que es lo que les pasa a los animales cuando se les acaba el tiempo de estar con nosotros. A la mamá y a su hija les dio mucha pena y decidieron no quitarle la lana a la oveja muerta para que estuviera guapa cuando regresara con los suyos, porque los animales cuando mueren regresan a la Naturaleza que es de donde vienen.

El problema era que, sin la lana de la oveja, madre e hija no podían hacer guantes ni calcetines para vender en el mercado de Navidad. Y el invierno era tan duro que necesitaban dinero para comprar comida y leña.

-¿Qué podemos hacer? ¿Qué vamos a llevar al mercado este año?, se pbolsas-de-terciopeloreguntaba la joven.

– No te preocupes – le dijo su madre. Es en casos como éste en que tenemos que servirnos del tesoro de nuestra familia.

– ¿Tesoro de nuestra familia? ¿Nuestra familia tiene un tesoro?, preguntó incrédula la joven.

– Sí hija – le dijo su madre mientras se subía a una silla y cogía una pequeña bolsa de terciopelo negro en la parte alta del único armario de la casa.

– Como ya eres casi una mujer y yo estoy vieja y cansada – añadió la madre – este año vas a ir tú sola al mercado de Navidad con nuestro tesoro. Esta bolsa contiene nuestro tesoro familiar. La recibí de mi abuelo, y mi abuelo de su abuelo, y su abuelo de su abuelo…

– ¿Qué tengo que hacer con ella?, preguntó la joven.

– Lo más importante – le respondió la madre – es que no tienes que vender lo que hay dentro; ni siquiera deberás abrir la bolsa para ver el contenido. Sólo dejarás que lo vean aquellos que de verdad muestren interés.

– Entonces, ¿cómo podré conseguir algo en el mercado? – dijo la hija cada vez más desconcertada.

– Tú limítate a ir al mercado y haz lo que te he dicho, que es lo que hemos hecho en nuestra familia cada vez que hemos tenido dificultades – dijo la madre mientras le ponía con mimo una bufanda y un gorro con agujeros a través de los que le sacó graciosos mechones de pelo.

Y así se fue la joven al mercado de Navidad del pueblo. Cuando llegó no encontró ningún hueco libre en la plaza, en la que ricos campesinos vendían pavos y dulces. Incluso había un puesto con juguetes que la joven no había visto nunca, como una muñeca muy graciosa con mejillas sonrosadas y una capucha roja. A la joven le habría gustado visitar los puestos y contemplar la muñeca, pero, siguiendo los consejos de su madre, permaneció de pie en un extremo del mercado, con la bolsa de terciopelo negro entre las manos.

Las horas fueron pasando. Los pavos, los dulces y hasta la muñeca encontraron compradores. A medida que los campesinos vendían sus mercancías, levantaban sus puestos dando fuertes risotadas y aplaudiendo ruidosamente, aunque lo hacían más bien para combatir el frío que por estar realmente contentos. También los clientes fueron disminuyendo, hasta que se hizo casi de noche y la joven, aterida de frío, se quedó sola.

Fue entonces cuando vio acercarse a un chico que debía ser algo mayor que ella; un chico de mirada amable y paso decidido.

– ¿Qué vendes? – le preguntó el chico.

– No lo sé – le dijo la joven. Solo puedo decirte que es el tesoro de nuestra familia.

– Si es un tesoro tiene que ser muy valioso – replicó el chico.

– Eso creo – respondió la joven. Ha pasado de mano en mano por muchas generaciones y gracias a este tesoro siempre hemos tenido en mi familia todo lo necesario.

– Te lo compro – le dijo el chico movido por la curiosidad.

La joven recordó que su madre le había dicho que no podía venderlo y que sólo tenía que enseñar el contenido a quien de verdad se interesara.

– No te lo puedo vender, pero si quieres te lo puedo mostrar – le dijo la joven tendiéndole la bolsa.

El chico cogió la bolsa con delicadeza, desató el nudo de la cuerda que la cerraba y miró en el interior. Cuando vio lo que había dentro, su cara se volvió más dulce y su mirada más serena.

– Tiene mucha suerte tu familia de tener este tesoro – le dijo el chico a la joven. En la mía sólo tenemos casas grandes con criados, muebles caros, mucha ropa, juguetes y carros con caballos para que mi padre vaya al despacho y mi madre a estar con sus amigas.

Y mientras le devolvía la bolsa, el chico le preguntó, mirándole a los ojos, si podían ser amigos. Sintiendo que se estaba poniendo roja como un tomate, la joven echó a andar al tiempo que le dijo al chico con fingido desparpajo: “Sí, claro”.

– ¡Te estaré esperando mañana al mediodía en el puente viejo! – le gritó el chico antes de que la joven desapareciera por el otro extremo de la plaza.

Durante el camino de vuelta a casa, la joven pensó que la bolsa debía tener dentro perlas o pepitas de oro. De otro modo un chico tan guapo y de familia tan rica no se hubiera fijado en ella ni hubiera querido ser su amigo.

Cuando llegó a casa, resoplando por la carrera y la emoción, su madre le estaba esperando con una sopa caliente hecha a base de raíces que había conseguido haciendo un agujero en la nieve.  La sopa le supo a gloria y entre cucharada y cucharada le contó a su madre lo feliz que estaba con el inesperado encuentro en el mercado de Navidad.

– Ya te había dicho que este tesoro nos ha sacado siempre de apuros, le dijo la madre mientras se disponía a colocar la bolsa en su sitio.

Pero el chico no la había cerrado bien, por lo que, al alzar la madre la mano para alcanzar la parte alta del armario, la bolsa se abrió y su contenido se desparramó con estrépito por el suelo.

Fue entonces cuando el corazón de la joven sufrió un vuelco. La bolsa no contenía ni perlas ni oro; tan solo pequeñas piedras, vulgares piedrecitas blancas. “Se habrá reído de mí al ver las piedras”, pensó la joven sobre el chico. “¿Cómo voy a ir mañana al viejo puente ahora que sé lo que él sabe?”

– Bueno, tarde o temprano conocerías el secreto de nuestra familia – dijo la madre en tono tranquilizador. Será mejor que te lo explique ahora.

Y mientras el último trozo de leña se consumía en la chimenea, la madre le contó a su hija lo que de verdad hacía valioso ese tesoro.

Le dijo que ninguna de las piedrecitas estaba sola, que todas habían entrado en la bolsa de dos en dos, generación tras generación.

La primera pareja de la familia, de la que ni siquiera se conservaba el nombre, metió en la bolsa las dos primeras piedras, le dijo la madre.  A una de ellas la llamaron “querer” y a la otra “ser querido”. Esta pareja tuvo descendientes que introdujeron otras dos piedrecitas a las que llamaron “respetar” y «ser respetado”. Las generaciones se sucedieron y se fueron añadiendo otras piedras llamadas “perdonar” y “ser perdonado”; “escuchar” y “ser escuchado”; “regalar” y “que te hagan regalos”…

La madre le aconsejó a su hija que contara esa historia al chico en el puente viejo. Y así lo hizo la joven al día siguiente.

A los pocos días los dos jóvenes volvieron a verse de nuevo, esta vez no sobre el puente sino debajo de él, con el permiso de unos patos que pasaban allí el invierno aprovechando que en ese lugar no había nieve. La chica había traído consigo la bolsa de terciopelo negro. Cogieron dos pequeñas piedras del suelo y ella preguntó al chico cómo las iban a llamar. El chico respondió con aplomo: “soñar” y “ser soñado”.

Tras meter las dos nuevas piedras en la bolsa, el chico la cerró bien, con una bonita y segura lazada, ya que pasaría mucho, mucho tiempo antes de que alguno de sus descendientes necesitara echar mano del tesoro de la familia.

Ramón Jiménez Fraile

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