El amigo alemán

01Asisto en las afueras de Frankfurt a la fiesta por el sesenta cumpleaños de un amigo
alemán. Escenario: los sótanos del que fuera pabellón de caza de un monarca
germánico. Participantes: familia, amigos y, en una fuerte proporción, sus socios
empresariales. Cuelgan de los muros fotos que ilustran las diferentes épocas
del homenajeado: su infancia en los años 50, su furor juvenil de los 60 y 70
con temprana paternidad incluida, su deportiva edad adulta (deportes de
invierno en su residencia en Austria). El “showman” que anima la velada saca a
relucir el dialecto, o mejor dicho los dialectos, de la región alemana en la
que nos encontramos, Essen, con muchas palabras de uso cotidiano de origen
judío. Mi amigo alemán nació veinte años después de la llegada de Hitler al
poder y siete de que el mal sueño desapareciera de la faz de Alemania y de la Tierra.

Mi amigo es un buen ejemplo del milagro económico alemán y de la liberalidad
y no exenta de tradicionalismo de este pueblo.

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En lo económico el éxito de Alemania se sustenta en la ética del esfuerzo y en la honestidad, valores reflejados en empresas familiares como la que creó mi amigo y que forma parte de un consorcio con otras empresas familiares que les permite hacer frente, en su sector, a empresas grandes, por definición impersonales. En cuanto a mentalidad, destaca lo abiertos que están los alemanes al mundo tanto por su capacidad de acogida de otras realidades culturales como en su afán por viajar fuera de sus fronteras. Todo ello sin renunciar a las tradiciones locales que son
muchas en una Alemania mucho más diversa por dentro de lo que parece desde fuera. En mi camino de regreso salgo del hotel de encanto estilo “casita de chocol06ate” para recorrer un pueblecito medieval en el que en esta mañana de domingo solo están abiertas, eso sí a pleno rendimiento, la iglesia (a la que se encaminan tanto mayores como jóvenes) y dos cafeterías rebosantes de provocadora repostería.

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En cuestión de minutos estoy en el flamante aeropuerto de Frankfurt con su impresionante centro comercial y de negocios en forma de
paquebote. Del aeropuerto salen trenes de alta velocidad como el que me lleva a Colonia (fugaz saludo a la catedral), a Aquisgrán (otra de las residencias favoritas de Carlomagno junto con Frankfurt) y, ya en Bélgica, a Lieja, en cuya estación de tren (de Calatrava) se exhibe una exposición sobre los “Golden Sixties”, los dorados años sesenta, de la que mi amigo alemán bien pudiera haber sido un paradigma. Llego a Bruselas entrada la tarde y encuentro la capital de la burocracia europea fría y desabrida. Mientras escribo estas líneas, Angela Merkel recibe en Alemania a Mariano Rajoy con los recién estrenados cinco millones de españoles parados en la mochila. Las visitas relámpago entre dirigentes dan solo para regates cortos: que si la prima de riesgo a día de hoy, que si para cuándo medidas con las que calentar la economía, que si más rigor y austeridad… Lástima que nuestros dirigentes no tengan tiempo para analizar y discutir, rodeados de humanistas, el devenir de los pueblos – que no es sino nuestro devenir como individuos –  con perspectiva histórica. De ser así asistiríamos a jugosas disquisiciones acerca de Carlomagno y Roncesvalles, de Felipe II y Lutero, de Mozart y los Rolling Stones.

Que no se me olvide hacer el donativo a la ONG de  Zimbabwe que nos ha pedido mi amigo alemán a cambio de regalos por su cumpleaños.