Si hay una lectura que considero me ha hecho mejor persona este año que se nos va, esa es “Ángeles custodios”, el libro de Almudena de Arteaga que narra la aventura de la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna, a principios del siglo XIX.
Pensad en la viajera británica Lady Montagu que observa, en Turquía, una práctica venida de China consistente en inocular pequeñas dosis de pus de infectados de viruela a personas sanas que pasaban a ser inmunes de esa terrible enfermedad. Lady Montagu, que había sobrevivido de niña a la viruela, no así su hermano, predicó con el ejemplo inmunizando a su hijo y se dedicó a divulgar los beneficios de esta práctica.
Pensad en el médico inglés Edward Jenner, a cuyos oídos llegan los relatos de Lady Montagu y que observa que las mujeres acostumbradas a ordeñar vacas presentan síntomas muy leves, nunca graves, de la viruela. El Dr. Jenner aplica el método científico a sus observaciones y a las de Lady Montagu e inventa la primera vacuna.
Pensad en otro médico, nacido el mismo año que el Dr. Jenner, el alicantino Francisco Javier Balmis, testigo del drama que suponen enfermedades como la viruela en Cuba y México. Balmis convence al Rey Carlos IV, que había perdido a una hija y un hermano a causa de la viruela, de que financie una expedición destinada a llevar la vacuna a América.
Para hacer posible la que será primera campaña de vacunación internacional de la historia era necesario trasladar un número significativo de portadores capaces de crear una cadena humana de solidaridad.
Y es ahí donde entran en escena los “ángeles” de Almudena de Arteaga, los niños huérfanos y abandonados de un hospicio gallego a los que acompañará en esta formidable aventura una mujer no menos formidable: Isabel de Cendala (o Zendal, a efectos del hospital madrileño construido en Madrid con polémica premura durante la actual pandemia).
La Expedición Balmis, calificada por el Dr. Jenner como “el más noble ejemplo de filantropía”, no se limitará a vacunar de la viruela en América, sino que saltará a Asia atravesando el Pacífico a bordo de un barco español llamado precisamente Magallanes.
Tras vacunar de la viruela en Filipinas y Macao, Balmis y sus “ángeles” inmunizaron a ciudadanos de Cantón, devolviendo a la propia China el saber ancestral que otrora poseyeran los chinos.
De regreso a Europa, rodeando África, Balmis llevó sus principios filantrópicos al extremo de inmunizar a los súbditos británicos que encontró a su paso, por ejemplo en la Isla de Santa Elena, pese a que para entonces Inglaterra y España estaban en guerra.
La vuelta al mundo de Balmis fue la primera campaña de salud global, un viaje que “permanecerá como el más memorable en los anales de la historia”, en palabras del berlinés Alexander von Humboldt.
Me temo que Alexander von Humboldt ignoraba no ya la tendencia a la desmemoria de los compatriotas de Balmis, sino nuestro visceral cainismo, ese arraigado virus para el que ni hay vacuna… ni se la espera.
Dicho esto, puesto a elegir compañía, o lo que es lo mismo compartir soledad, durante el año nuevo en ciernes, prefiero mil veces la de una Montagu, un Jenner, una Zendal, un Humboldt o un Balmis, en sus variantes actuales reencarnadas, que existen y que son fácilmente reconocibles, antes que la pléyade de agoreros negacionistas, terraplanistas, conspiranoicos y demás “trump-etistas” del apocalipsis a los que compadezco y – lo siento, no lo puedo evitar – dedico el más pequeño de mis desprecios.
No sabía cuándo empezó con aquella costumbre; solo que de niña ya la practicaba, lo que le valió más de una reprimenda de su padre desde el otro lado de la puerta del cuarto de baño.
El “reto”, como ella lo llamaba, consistía en mantener la mirada ante el espejo, sin pestañear, hasta que una de las dos, es decir ella misma o su imagen reflejada, no aguantara más.
Sarah estaba convencida de que no siempre era ella la que retiraba la mirada, sino que a veces la primera en hacerlo era su imagen reflejada.
Cuando esto sucedía, ella salía a la calle dispuesta a comerse el mundo.
Aquella mañana de domingo, al tiempo que tañían las campanas de la vieja iglesia, su mirada volvió a quedarse enganchada ante el espejo.
La víspera había sido un día especial ya que se había celebrado en el pueblo un mercado de productos locales y ecológicos que enlazaba con la tradición, aunque ahora estuviera dirigido a la gente de la ciudad que venía a pasar el verano.
La vida de Sarah siempre había discurrido en la gran ciudad, o mejor dicho en la barriada de aluvión en la que se instalaron sus padres dejando atrás una aldea que al poco tiempo quedó completamente abandonada.
Su madre, Paloma, murió cuando ella tenía apenas dos años. Los únicos recuerdos que le dejó eran los que ella misma se había fabricado a la vista de fotografías descoloridas.
A Sarah siempre le resultó un misterio el hecho de que su padre, obrero de la construcción, se las arreglara para tirar adelante, sin familia en la que apoyarse. Las pocas veces que ella sacó el tema a colación, él le habló de vecinas siempre dispuestas a ocuparse de la chiquilla, y de la buena disposición de su jefe que le adaptaba los horarios para que pudiera estar presente a la salida de la escuela.
Sarah pronto comprendió que, a Gabriel, su padre, nadie le negaba un favor ya que él mismo era el primero en ofrecerse, sin pedir nada a cambio. Tímido, aunque de buen porte, nunca se planteó volverse a casar. Y eso que, cuando llegó a la adolescencia, su hija no dejaba de sugerirle que se buscara novia, aunque no tanto pensando en su padre sino con vistas a tener ella más libertad.
Acabó por acostumbrarse a un padre totalmente diferente a los de sus amigos; un padre que hacía las labores de la casa, que le regalaba flores y cuya única afición eran los aviones, ya fuera en pequeñas maquetas repartidas por la casa o en libros que ojeaba una y otra vez.
Gabriel había prometido a su hija que, para celebrar su mayoría de edad, harían su primer viaje en avión, sin importar el destino, solo por estar por encima de las nubes, tal vez para sentirse más cerca de su mujer.
El destino en su versión más cruel vino a desbaratarlo todo. Unos días antes de que Sarah cumpliera dieciocho años, Gabriel murió en un accidente laboral.
De manera inexplicable, el andamio al que estaba subido en lo más alto se desprendió de la fachada y se precipitó al suelo como si de un árbol talado se tratara. Según los testigos, el obrero abrió los brazos y mantuvo la cabeza erguida durante la caída.
De las exequias, la desconcertada Sarah apenas recordaría las muestras de afecto que le prodigó el jefe de su padre, el viejo aparejador que hizo las veces de desconsolado abuelo.
Cuando el albañil del cementerio empezó a sellar el nicho, contiguo al de su viuda, se oyó decir a uno de los compañeros del difunto: “Gabi lo hubiera hecho mejor”. Ninguno de los presentes pensó que se trataba de un comentario macabro. Conociendo su carácter generoso, pensaron que a él no le hubiera importado echar una mano, desde dentro, al atribulado albañil.
Sarah sabía que su padre había formado a una nueva generación de obreros de la construcción, de origen latinoamericano y africano, con la misma paciencia con la que él fue iniciado en el oficio junto a andaluces, gallegos, extremeños… A él, que venía de un pueblo de Castilla, le divertía que los “nuevos españoles”, como les llamaba, se interesaran por su acento, no transigiendo nunca con la pronunciación ni cuando corría el vino para celebrar el final de una obra o el anuncio de una nueva contrata.
“Hija mía – le tenía dicho –, no cuenta lo que dices sino cómo lo dices”; frase que solía rematar por otra no menos solemne, aunque sí más críptica: “Y Sarah siempre con ‘h’ al final, aunque no se pronuncie, porque tú harás algo grande.”
No habrían pasado ni dos días desde el entierro de su padre que Sarah se vio en el despacho del viejo empresario, el cual le informó de que hacía poco había actualizado la póliza de seguro de sus trabajadores, entre otras cosas para que, en caso de accidente, sus huérfanos tuvieran ayudas. Le dijo que lo había hablado previamente con los obreros y añadió algo que a Sarah le provocó un escalofrío: que su padre había insistido en que las ayudas en cuestión pudieran servir de complemento a becas universitarias.
Cuando se produjo el fatídico accidente, Sarah estaba a punto de renunciar a la selectividad, llevando, por primera vez en su vida, la contraria a su padre.
“No dejes los estudios – le había insistido. Así podrás elegir lo que hacer el día de mañana; mi única elección fue entre la paleta y la brocha gorda, y siempre de cara a una pared.”
Movida no tanto por el interés de desentrañar las claves de un anónimo pasado colectivo, sino el de sus propios antepasados, de los que no sabía casi nada, Sarah acabó matriculándose en Historia. En una de las clases oyó hablar de la trashumancia, ese trajín de rebaños al ritmo de las estaciones al que uno de sus profesores se refirió como “alianza biológica de supervivencia entre hombres y Naturaleza”.
Sarah supo de la organización de ganaderos llamada la Mesta, que hundía sus raíces en la Edad Media, y que había forzado a reyes y señores a entenderse, lo que permitió la puesta en común de infraestructuras y garantizó la seguridad de pastores y ganado. Por fin, la sempiterna rivalidad entre ganaderos y agricultores encontró fórmulas de arbitraje que dieron lugar a una convivencia pacífica y fructífera.
Todo ello permitió a la ganadería generar excedentes de lana, de altísima calidad, que iba a parar al resto de Europa, de donde regresaba a la Península en forma de apreciados tapices.
Aquel círculo virtuoso basado en la trashumancia se prolongaría hasta entrado el siglo XIX, en que empezó a imponerse un modelo productivo venido de fuera que se sustraía a los ciclos biológicos al depender, no ya de la Naturaleza, sino de máquinas movidas por carbón arrancado a las entrañas de la tierra.
La industrialización supondría vaciar el campo de individuos que pasaron a instalarse en los aledaños de las fábricas, quedando así rota la alianza entre el ser humano y el medio natural.
Intrigada por los posibles vestigios de la Mesta, Sarah se inscribió en unas prácticas de verano dedicadas a la promoción del patrimonio cultural, en la comarca de la serranía celtibérica de la que provenían sus padres.
En principio debía hacer de guía turística, aunque en realidad, a falta de visitantes, su atención se centró pronto en viejos documentos que se encontraban dentro de un arcón en la sacristía de la parroquia.
Con el permiso del alcalde, que le había ofrecido instalarse en una de tantas casas abandonadas, cuyos moradores habían dejado tras de sí muebles y utensilios casi intactos, Sarah fue llevando a su domicilio documentos del arcón para examinarlos. En los papeles encontró apellidos que correspondían con los suyos, lo que le provocó la inédita impresión de no sentirse un ser aislado, sino el eslabón de una cadena.
Se sorprendió a sí misma cuando pensó que la idea de libertad surgida del credo individualista consistía en romper dicha cadena, dejando a las personas a la merced, no ya de su libre albedrío, sino de las influencias propias del tiempo y las circunstancias del momento en que vivían.
Fue aquel luminoso sábado, inmersa en sus divagaciones mientras visitaba el mercadillo de productos locales y ecológicos del pueblo, cuando se fijó en un joven delgado, de poblada melena y andares que le recordaron a los de un ave zancuda. El joven parecía guiarse más que por la vista por el olfato, sometiendo a frutas y hortalizas al veredicto de su prominente nariz.
Tan absorto estaba él en sus exploraciones que, para que se fijara en ella, tuvo que acercársele hasta en tres ocasiones, e incluso estorbarle cuando él se disponía a pagar a uno de los tenderos. El timbre de su voz vino a confirmar la agradable sensación que a ella le había producido su semblante.
También demostró que tenía clase. Después de que ella le hubiera ofrecido de manera desenfadada sus servicios de guía local, pasaron delante de un artesano que vendía pulseras y collares personalizados, al que el joven dijo:
“Por favor, hágale a esta chica un collar con su nombre; así sabré como se llama la persona con la que me gustaría pasar el resto de mi vida”.
Ruborizada, ella le advirtió que debería también pagar por una letra “h”, aunque no se pronunciara.
Seguían tañendo las campanas de la vieja iglesia cuando, inmóvil frente al espejo del cuarto de baño, la mirada de Sarah se sintió irremisiblemente atraída por el collar que llevaba puesto desde la víspera.
Fue entonces cuando, a la vista de su nombre del revés, empezó a entender, a velocidad de vértigo, cosas que hasta entonces habían permanecido para ella en la oscuridad; cuando el “harás algo grande” que le había vaticinado su padre se le empezó a revelar con toda claridad.
Con la mirada nublada por una emoción contenida, se vio compartiendo su vida con aquel joven que ambicionaba ser “chef” y que recibiría los máximos reconocimientos de la profesión.
El restaurante que regentaría no estaría en la gran ciudad, sino en una aldea de la comarca en la que se habían encontrado, sacando el máximo provecho de los productos locales.
Al reclamo de la estrella que luciría el establecimiento, pasarían por él personajes importantes, incluso reyes venidos de lejos.
No por ello la pareja perdería la cabeza, sabedores de que su auténtico tesoro, su verdadera razón de ser, sería el niño que tendrían en común, al que educarían en el amor al prójimo y el respeto hacia la Naturaleza.
Un niño que a medida que se hiciera mayor empezaría a dar muestras de rebeldía, al no aceptar que hubiera a su alrededor gente infeliz y cosas feas.
Le habría gustado seguir imaginando más cosas de aquel niño y de lo que, con aplomo, diría que haría de mayor, cuando unos insistentes golpecitos en la puerta le sacaron de su ensimismamiento.
“¿Estás bien?”, preguntó el joven, al que Sarah había invitado a pasar la noche en su casa y que empezaba a inquietarse por el tiempo que llevaba ella encerrada en el cuarto de baño.
“Sí, gracias, te doy mi palabra de que nunca he estado mejor”, respondieron al unísono las dos, echándose, instintivamente, las manos al vientre.
Érase una vez, hace mucho, mucho tiempo, un pequeño reino cuyos habitantes tenían vidas sin historia, generación tras generación.
Los agricultores vivían al ritmo de siembras y cosechas. Los ganaderos, pendientes de sus rebaños. El rey casi siempre estaba de caza, aunque quería tanto a los animales que los dejaba escapar.
Una vez al año, coincidiendo con el fin de las cosechas y la vuelta del ganado desde las tierras altas, los habitantes del reino rompían su rutina gracias a la feria. Viejos y jóvenes esperaban con impaciencia esa semana; los viejos porque revivían los recuerdos de sus años mozos, y los jóvenes porque para ellos era la única posibilidad de hacer nuevas amistades y de enterarse de lo que sucedía más allá de las montañas.
La insistencia había servido de algo. Por fin, Mosangue se disponía a disfrutar de un día de playa, su primer día de playa. Hasta entonces, pese a que ya había cumplido trece años, su padre se las había ingeniado para que no se acercara al mar.
Una vez le dijo, poniéndose muy serio, que el mar separaba el mundo de los vivos del mundo de los muertos. Al oír esto, su madre se enfadó y, alzando la voz como nunca lo había hecho, le pidió al padre que no asustara al pequeño.
Cuando el colegio organizó una excursión a la costa, los padres de Mosangue volvieron a discutir. Esa noche, la madre se acercó a su cama y, tocándole la frente, le dijo que tenía fiebre y que al día siguiente no iría a la excursión, pese a que él se sentía bien. De hecho, no recordaba una sola vez que hubiera estado enfermo.
Pero esta vez, tras mucho insistir, se había salido con la suya. La única condición que había puesto el padre para pasar el día en la playa era que no se desprendieran de sus camisetas. “Los negros no necesitamos tomar el Sol; ya lo tomaron suficientemente nuestros antepasados como para que nosotros tengamos que seguir haciéndolo”, dijo medio en serio, medio en broma. Continue reading «Mosangue el libertador – Cuento de Navidad 2018»
Translated into English by Robin Garrity and Olivia Núñez.
Once upon a time, a long, long time ago, there was a family that lived in a dark, damp cave on a lonely mountain. Almost all the members of that family were old, and they didn’t know a living soul on their mountain, or in the wild forest that surrounded them.
It was so long, so very long ago, that there were no schools, no roads, and no traffic lights. There were even no jellybeans, because they had not been invented yet, and there were no toys either, because, to the sadness of all, no child had been born for a long time.
No one in the family knew how to make a fire, so in winter, especially at night, they were very, very cold in their cave, where they had to hide to protect themselves from terrifying animals such as dinosaurs.
Once it snowed for many days in a row and never looked like stopping.
«If this continues, we will starve or freeze to death» said the youngest of the family who was called «Nada» because, when he was born, his mother had nothing to put on him. «I’m going out to find something to eat» he added in a louder voice, as if trying to cheer everyone up.
«Don’t go out, don’t go out! You will get lost and freeze to death » the others cried, terrified at the thought.
«I don’t care, I’d rather die than stay in here, freezing, starving and without any hope» Nada answered while fixing some old animal skins on his feet as protection against the snow and ice, and wrapping up his body with more skins and some dry straw to keep warm. Continue reading «The Three Old Men – A Christmas Read-Aloud Story»
Érase una vez, hace mucho, mucho tiempo, una familia que vivía en la cueva de una montaña. Casi todos los miembros de esa familia eran mayores, y no conocían a nadie más que viviera en su montaña o más lejos del bosque que la rodeaba.
Era hace tanto, tanto tiempo, que no había escuelas, ni carreteras, ni semáforos. Por no haber, no había ni gominolas, que no se habían inventado aún, y tampoco había juguetes, ya que hacía mucho tiempo que no nacía ningún niño.
Nadie en la familia sabía hacer fuego, por lo que en invierno, sobre todo las noches, pasaban mucho frío en la cueva, donde se escondían para protegerse de los animales grandes como los dinosaurios.
Una vez nevó durante muchos días seguidos.
“Si esto sigue así, moriremos todos de hambre y de frío” – dijo el más joven de la familia que se llamaba “Nada”, porque, cuando nació, su madre no tenía nada que ponerle. “Voy a salir fuera para buscar algo de comer” – añadió en voz alta tratando de darse ánimos.
“¡No salgas, no salgas! Te perderás y te morirás de frío” – le dijeron los demás asustados.
“No me importa, prefiero morir intentándolo que quedarme aquí dentro sin ninguna esperanza” – respondió Nada mientras se sujetaba unas viejas pieles de animal en los pies y se envolvía el cuerpo con más pieles y paja seca.
Érase una vez, hace mucho, mucho tiempo, una mamá que vivía con su joven hija en una pequeña casa en el campo. Apenas tenían muebles ni cosas con qué entretenerse y en aquella época no había televisión, ni tabletas, pero eran felices recogiendo comida y dando paseos por el bosque.
Para conseguir el poco dinero que necesitaban, iban de vez en cuando al mercado del pueblo más cercano donde vendían lo que encontraban en el bosque: castañas y setas en otoño, miel en primavera y bayas en verano. En diciembre también acudían al mercado de Navidad para vender calcetines y guantes que hacían con la lana de una vieja oveja a la que metían en casa por la noche para que no tuviera frío. Continue reading «El tesoro de la familia – Cuento de Navidad 2016»
El 18 de diciembre de 2012, el cineasta Bigas Luna presentó en Barcelona los vinos de su bodega familiar junto con un jamón del que se había quedado prendado: el “manchado de Jabugo” de Eduardo Donato.
El hecho de que tanto Bigas Luna como Eduardo Donato fueran originarios de Tarragona había favorecido el encuentro de estos dos personajes marcados por el jamón.
Europa no está tan lejos de Estados Unidos como a los europeos nos gusta creer. Por ejemplo, en materia de armas uno puede sentirse estadounidense en un país como Bélgica, en el corazón de Europa.
Basta con acudir a alguno de los llamados “stocks americanos” que proliferan en el país y cuya existencia remonta a la ingente cantidad de armamento y vehículos de guerra que los americanos desplazaron a las Ardenas durante la Segunda Guerra Mundial. Desde entonces, los comercios que surgieron en Bélgica para la reventa de ese material se han ido nutriendo de armas y otros objetos militares procedentes de todo el mundo.
El “stock americano” que acabo de visitar, situado a medio camino entre Bruselas (o si se quiere su barrio Molenbeek) y París, ofrece una amplia gama de fusiles de asalto, incluidos “kalachnikovs”,»bazookas», metralletas y demás cacharros que harían las delicias de cualquier americano medio simpatizante de la Asociación del Rifle.
Sólo hay una “pequeña” diferencia entre lo que dicho estadounidense medio podría adquirir en Bélgica respecto a lo que le venden en su tierra. Continue reading «De compras por Europa»
A apenas 300 metros de donde están reunidos hoy mismo los ministros de Asuntos Exteriores de la Unión Europea para debatir sobre la enésima respuesta a la amenaza islamista radical, se encuentra la Gran Mezquita de Bruselas y, a su vera, una especie de templo griego.
Se trata del llamado Pabellón de las Pasiones Humanas, inaugurado en octubre de 1899… y cerrado tan sólo tres días después ante la polémica suscitada por el bajorrelieve de mármol de casi 100 metros cuadrados que alberga. Continue reading «Pasiones humanas»